"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





sábado, 31 de marzo de 2007

Li Bai

El hombre se levanta, toma doble tazón de café con leche a la medida de su capricho, echa un vistazo a la avenida lenta, quietud de sábado, la luz labra escalones sobre las fachadas, hojea el periódico, noticias que se repiten hasta la saciedad, nada que no haya sucedido infinidad de veces, simplemente algunos ligeros matices, viejas apetencias, rostros de desalmados de guante blanco, expulsados monarcas de labores de gobierno que no de negocios particulares, miserables sufrientes de zonas del mundo que apenas cuentan salvo en los cálculos de los beneficios y de las opas, sempiternas amenazas de las que ingenuamente la gente se siente lejana, las acechanzas inmediatas de la condición social apenas se refleja entre las tintas, no vende, reinos de publicidad desmesurada, exaltación de los consagrados, fotografías de triunfadores conteniendo sus gases intestinales (esto va implícito), nada es lo que parece, la vida sólo es separada por una coma, sólo, el punto y coma es una ambigüedad, los puntos y aparte son una representación forzada, los suspensivos son hipócritas (casi todo ha sido pactado previamente), sólo coma tras coma hasta la consumación del lenguaje, esto considera el hombre tras un descanso nocturno inusual que debería haberle relajado, suelta el periódico, sospecha del suplemento de libros, acaba de mancharse con unas gotas de café A punto de partir, esos cien poemas de Li Bai que él tanto aprecia, y entonces da con un yuefu, uno de esos poemas de Li Bai que no por ser chino y secular es menos certero, ese que dice:


Zhuang Zhou soñó una mariposa,
la mariposa era Zhuang Zhou.
Si un solo cuerpo se trasmuta,
todas las cosas son cambiantes.
Se sabe que el mar de Penglai
alguna vez fue claro arroyo.
El melonero de Qingmen
antes fue marqués de Dongling.
Así son riquezas y honores.

¿En pos de qué nos afanamos?

Ahora entiende mejor lo que no ha leído sino entre líneas.

jueves, 29 de marzo de 2007

Meta-Bach


Te deslizas como una gota mansa, caes leve y lentamente a lo largo de la vertical, has puesto en el tocadiscos una versión endiablada de la fuga de Bach, quieres estremecerte y notar cómo tu cuerpo se conmociona entre el oleaje de los arpegios, no deseas hundirte en la noche sin sentir que levitas, pero Bach es depredador, te va a alzar y a derribar tantas veces como él quiera, tal vez es lo que tú pretendes, callas y te recoges trazando un arbotante que hace descansar tu fuerza, te estilizas como un arco ojival, tus pies se hunden en antiguas raíces, tus brazos se enredan entre el ramaje de los árboles, te descubres en la imagen oferente, exhibes una serenidad que desconocías, eres la última vestal de un templo que se mantiene en pie de calma, te desposees, entras en el remolino, te dejas engullir por la turbulencia barroca, adviertes que un bucle se ciñe de punta a punta de tu cuerpo y que te contorsiona, la acometida te hace crecer y te vuelve diminuta, extrae tu sangre y te despedaza, luego te adormece, en tu evasión no reparas en que te vas desprendiendo de los espacios, ni en que has trasgredido los límites de tus propios contornos, la lucidez te va abandonando, te desprovees, poco a poco vas formando parte de la espiral que cerca tu blanco hábitat, te sumas a las notas, te combinas en ellas, modificas la partitura, la fuga se atempera, metamorfosis.

(La fotografía es de Ron Lutz)



martes, 27 de marzo de 2007

Defensa de los objetos (recobrados)



El gran valor del tiempo ¿no consistirá en la dimensión de los propios significados? Cuando observamos esos objetos que guardamos y que nos vinculan al pasado, recordamos. Es ese recuerdo el que nos hace reflexionar sobre lo que retuvimos y sobre lo que extraviamos en nuestras vidas. A partes desiguales, hemos tenido atrás aportación y privación. Tras los objetos que palpamos vemos reencarnarse personas, situaciones, aprendizajes, afectos, temores, disfrutes. No hay un expreso ánimo coleccionista en los objetos que nos han pertenecido y que aún guardamos. Sólo afán de memoria activa, un desencadenante emocional y una gran valoración afectiva. Aunque somos celosos de su propiedad, se trata de una pertenencia que está cargada de nosotros mismos. No se trata de simple fetichismo. Lo fetiche es un elemento pasivo que desde su ambigüedad trata de erigirse en garante protector de seguridades imposibles. Nos agrada acariciar una cuchara, un tintero, una prenda, un cuaderno, unos zapatitos, como si al ejercitar el tacto intentáramos poseer nuevamente momentos o etapas desaparecidas. Pero esa reposesión no es en balde. Cierto que hay ocasiones en que lo hacemos solamente para dar cancha a una cierta y controlada nostalgia que nos embarga dulcemente y a la que cedemos con brevedad ilusoria. No por ser tan especular es menos legítima, ya que su capacidad refleja nos motiva y nos hace tomar conciencia de nuestra inconsistencia. La mayoría de las veces, no obstante, intentamos abrir con una llave maestra las puertas aparentemente cerradas del pasado, y al abrirlas siquiera levemente, tratamos de contemplar habitaciones que nunca observamos con suficiente detalle ni ocupamos en toda la capacidad y dimensión que nos ofrecían. Perseguimos sin cesar, con preguntas que se materializan de forma diferente, las respuestas que no pudimos obtener en cada momento pretérito. En este sentido, los objetos nos ayudan a actualizar imágenes, es decir, traer hasta nosotros expresiones, actitudes, paisajes, rostros, palabras. Y tras ellos, las incógnitas. Ese enigma de por qué fueron las cosas así nos ha perseguido sin solución a lo largo del tiempo de madurez. Esa decisión irreparable de por qué dimos ciertos pasos y no otros nos obsesiona. Esa nueva etapa en la que nos reforzábamos sin haber ajustado cuentas con la anterior nos legaba la duda. Nuestra experiencia está repleta de tránsitos que se conducían unos a otros hacia nuevos y extraños territorios; algunos se consolidaban y otros se manifestaban como huidas hacia adelante agotadoras e indescifrables. Es entonces cuando nos damos cuenta de que el roce de los pequeños objetos heredados o preservados del descuido se manifiesta, por lo tanto, también dotado de un poderoso valor terapéutico.


(La portada de revista soviética salió de la mano de Barbara Stepanova)

lunes, 26 de marzo de 2007

La medida del tiempo


He aquí de nuevo, en otra clave, el reloj del abuelo. Recuerdo cómo lo extraía del bolsillo del chaleco, asegurado por una cadenita que se sujetaba en un ojal. Me fascinaba la actitud relajada con que ejecutaba el movimiento. A veces jugueteaba también con él como si se tratara de un péndulo. Le gustaba decir la hora a cualquiera que se la pidiera; porque entonces, la hora se pedía; y la hora se daba. Épocas en que la premura extrema y la conducta acelerada no existían. Donde mirar el reloj era una referencia, pero no una obsesión. ¿Es este instrumento el que da la medida del tiempo? En segundo plano, una fotografía. Dos edades difuminadas por una neblina benévola. Una sonrisa en alza y un rictus bondadoso en decadencia. Lo que en la niña es naturaleza refleja, en la anciana es forzada, pero mantiene el tipo con bastante belleza y notable dignidad. Dos texturas diferentes de la piel, una tersa, la otra ajada. Dos aproximaciones orgullosas, una ya fugitiva de la candidez y la otra a punto de rendición. Todo un arco abierto, pero ambas sobre la misma curvatura, entre la estrella incipiente de la más joven y la señal partida de la octogenaria. ¿Son las fotografías las que reflejan el valor del tiempo? Una mano que sujeta el reloj de bolsillo. Este reloj exhibe una hora fronteriza; se trate de la madrugada o del avance de la tarde, la hora tiene algo de ecuador; por cierto, el abuelo se paró a esa misma hora un frío día de noviembre ya lejano. Difícil discernir la edad del sujeto que ahora lo sostiene. Unas yemas suaves, unos dedos pequeños pero gráciles, un sostenimiento leve, casi mimoso, que sugiere tal vez una incesante carrera de fondo ejecutada como exorcismo para negar el tiempo y sus paradas. ¿Qué mide esa mano? ¿Qué acaricia? ¿Qué compara? ¿Qué acerca? ¿Qué trata de observar? El hombre se pregunta si la medida del tiempo está en los objetos que pretenden controlarlo y retenerlo. Se cuestiona si es útil hacer un recorrido frecuente por todas las señales que indiquen pasado. Repasar los objetos que fueron de otros es activar la memoria y las preguntas. Sacar las viejas fotografías del álbum, y observarlas tratando de descubrir los enigmas encubiertos, es prender la llama de la melancolía. Pero, ¿qué hay de tiempo recobrado en cada uno de estos pequeños actos? Leo lo que Andrè Comte-Sponville define en su Diccionario Filosófico a propósito del tiempo recobrado:

Es una especie de eternidad de la memoria, en la que de pronto se revela el tiempo en su verdad (“Un poco de tiempo en estado puro”, dice Proust), y en ella (en ese instante “liberado del orden del tiempo”) es abolido. El pasado y el presente se confunden, o más bien, por diferentes que sigan siendo (la magdalena en el té y la magdalena en la tisana son diferentes), se encuentran en un mismo presente, que es el del espíritu, que es el del arte, y liberan “la esencia permanente y habitualmente oculta de las cosas”, que es simplemente su verdad, siempre presente, o su eternidad. Pues la verdad no pasa, todo está ahí; pues el tiempo no pasa (somos nosotros, diría tanto Proust como Ronsard, los que pasamos en él), y esta contemplación, aunque fugitiva, es la eternidad. El tiempo recobrado por ese motivo es lo mismo que el tiempo perdido (“la verdadera vida, la vida al fin descubierta y elucidada, la única vida, por lo tanto, realmente vivida...”), y, sin embargo, su contrario.

domingo, 25 de marzo de 2007

Tibieza



Tibio despertar
como un avance de la tibieza de la tierra.
Mis pies gélidos.
Mi corazón ausente.
Una mano bajo la nuca

formando una extraña composición de baile.
¿Hacia qué sorpresiva visión se aúpa la mente extraviada?
La lengua prospectando una pizca de saliva.
Me relamo.
Qué cuchilla en la garganta.
Los riñones tumefactos y móviles
clamando sobre el colchón desgastado.
La vejiga impele un inaplazable anhelo
el desalojo de los sobrantes líquidos
que han enturbiado el cuerpo estas últimas horas.
Acaricio mi pecho
jugueteo con el vello eréctil
que describe un trayecto cálido desde las axilas
hasta el sur del ancla del hombre sumergido.
Prolongo una mano de viento hacia el olvidado territorio
poblado de silencio.
Me conturbo.

Acecha una descripción de aromas
y la aproximación de un rayo.
Mas de pronto
doy un repentino salto de la cama
con un quejido ahogado.
Rebelión del músculo de una pierna.
Se rompió el paisaje.

Se recompuso el temple.
Se perdió la figura.
Y otro yacer breve

por considerar si el nuevo día
merece el crédito de levantarse.
Calmas que se tajan.
La quietud fue un sueño
y el sueño un despojo.

¿A esto llaman primavera?

(Composición fotográfica de Ivan Cap)

sábado, 24 de marzo de 2007

Cambio de tiempo



Desde hace bastantes años, las autoridades de turno nos tienen acostumbrados al extraño ejercicio funambulista del cambio de hora. Acontece dos veces al año, en una de ellas se adelanta, en la otra se atrasa. Nunca hemos tenido claro el fin. Que si ahorro energético, que si razones de salud, que si motivos de economía turística, que si garantías de seguridad en las ciudades. A mi me ha pillado siempre de farra, por lo que nunca he comprendido muy bien si aportaba o restaba algo a mi desenfrenado ritmo de vida. Tampoco lo he objetado, por lo tanto. Bien, me he dicho siempre, se puede cambiar la hora. Es cosa de decisión de los poderes públicos y de girar las agujas del reloj al unísono. Ya sé que no hay una orden que obligue, hasta ahí podríamos llegar, pero tampoco resultaría muy cómodo, al menos durante seis meses, vivir sin modificar la norma horaria de la muñeca. Y además, al fin y al cabo, todo se reduce a simple técnica. El problema surge cuando uno se pregunta, pero ¿es lo mismo modificar la hora que cambiar el tiempo? A mi me hizo pensar en ello mi ama de llaves, que siempre me espetaba al llegar el día D, cuando yo acostumbraba como un día cualquiera más a salir de cacería nocturna: Señorito, señorito, acuérdese de cambiar el tiempo. Yo, por más que la corregía, no lograba hacerla comprender que no se trataba del tiempo en general. Que no, Ramona, que es sólo cuestión de cifra, que es aritmética simple: o sumas o restas. Pero ella proseguía tenaz: Que esta noche le cambian el tiempo. Y qué lo mismo me daría a mi, si por eso ni iba a madrugar -hacerlo implicaría algo desconocido en mi particular condición: descansar por la noche- ni iba a correr a ver la marcha de mis acciones ni a firmar adquisición de fincas -para vigilar eso ya tenía a mis secretarios-. Entonces, ¿se referiría Ramona a que las condiciones meteorológicas iban a ser adversas? Que no, señorito, que el parte del tiempo lo dan de noche estrellada y con un clima primaveral. Que no me entiende usted. Es que cambian el tiempo. Empezó tanto a preocuparme la insistencia en expresarlo de esta forma que sospeché si no se estaría fraguando algún proceso revolucionario en el país. ¿Iría a producirse, por lo tanto, un cambio de tiempo histórico? Acaso fuera ésa su manera de ponerme sobre aviso -desde su condición de mujer de clase inferior informada de las conspiraciones del populacho- pero agradecida por el trato bondadoso que yo he tenido con ella a lo largo de estos años a mi servicio. Mire usted, señorito, que desde luego que todo está hecho un desastre en el país, que los monos azules acosan y los revanchistas vengadores acechan, pero usted bien sabe que todo está atado y bien atado, y no debe temer nada y, en último caso, yo daría la cara y el pecho por usted, que tan bueno ha sido con esta pobre viuda. Pero no se olvide de cambiar el tiempo. Ah, ya lo captaba. Se trataba de un mensaje subliminal, tal vez. Trataba de darme consejos morales y correctivos como una madre protectora sobre un hijo desamparado. Ella veía cómo yo descendía vertiginosamente por la cuesta de la degradación física y moral, cómo cada vez me granjeaba más enemistades entre maridos y novios despechados, cómo experimentaba con los estimulantes y los onirizantes, cómo traicionaba los sólidos valores religiosos y postergaba las normas de conducta recibidas en el colegio eclesiástico privado donde me motivaron para la vida ordenada y llegar a ser hombre de provecho y ciudadano de bien. No se preocupe, Ramona. Mis convicciones creyentes y políticas están firmemente arraigadas. No hago ostentación de mi práctica religiosa, por aquello de que tu mano izquierda no debe saber lo que la mano derecha procede. Pero contribuyo generosamente a las obras pontificias. Y tampoco por nada del mundo vendería mi primogenitura propietaria, rentista y accionarial a la turba maléfica que pregona el progreso y esa fantasía de que todos somos iguales. Sabe perfectamente que sigo cotizando y votando al partido del orden y de la tradición. Pero Ramona me miraba con aire de dejarme por imposible. Mire, señorito, haga usted lo que le plazca, pero no podrá evitar que le pille el cambio de tiempo. No diga luego que no se lo advertí. No pude entender a tiempo su premonición. Aquella noche, mejor dicho, aquella madrugada avanzada, justo en ese límite en que los ojos de gato de uno ya no ven la oscuridad sino de una manera turbia y en que las primeras luces del alba apenas permiten todavía distinguir paisajes y paisanajes, me despeñé con mi Maseratti, y por culpa de los doscientos treinta por hora, en la curva que llaman del Diablo. Supongo que en ese preciso y puntual instante, ya se habría modificado el cambio horario. Pero, ¿cuál sería el secreto del cambio del tiempo, tal como me anunciaba mi entrañable y sabia ama de llaves?

Con Neuman




Uno esperaba encontrar a un bonaerense engolado, repolludo y sabelotodo y ni siquiera casi se topó con un argentino. Los años de cocimiento y crecimiento en España, principalmente en Granada, incluso le han hurtado gran parte de su acento. Lo que no le han robado es su risa desbocada, su ironía mordaz y su gracia más andaluza que porteña. Escucharle en la lectura de sus propios escritos es tan apasionante como leerlos tú mismo, incluso más, porque te llega el texto de pleno, con fondo y forma. Expresión completa, vaya. Y eso mismo te retrotrae al espíritu ancestral del cuento o de cualquier historia: que el cuento vale tanto por narrado oralmente como por escrito. Andrés Neuman confiesa la admiración que siente por ciertos programas radiofónicos nocturnos, a los que la gente llama para contar sus problemas, hablar de sus angustias y de sus miedos. La gente narra verdaderos cuentos por las ondas, dice el escritor. Los oyentes que llaman lo hacen porque se sienten feos, gordos, acomplejados, etc. A Neuman le sorprendió que una vez llamara una mujer que dijo que se sentía desgraciada por ser demasiado guapa. Y los oyentes entraron a saco criticándola, acusándola de pasarse, de quejarse sin razón, y eso fue precisamente lo que la dio la razón a ella. Se sentía rechazada porque era demasiada guapa. La fealdad, cuenta Neuman, suscita compasión, pero la belleza mueve al rencor.

A Neuman muchos le conocen más como poeta que como cuentista o como novelista. Pero hay un libro publicado por la editorial Páginas de Espuma, titulado Alumbramiento, que no tiene desperdicio y que reúne un montón de cuentos breves, algunos de los que se diría que son microrrelatos, que satirizan los roles de los hombres o expone mordazmente las relaciones en el mundo literario. Ni que decir tiene que la ironía, el humor o el desparpajo ante lo terrible son las herramientas fundamentales de Neuman. El vivo reflejo de sí mismo, posiblemente. Transcribo un minicuento graciosísimo y punzante.

LA FELICIDAD

Me llamo Marcos. Siempre he querido ser Cristóbal.

No me refiero a llamarme Cristóbal. Cristóbal es mi amigo; iba a decir el mejor, pero diré que el único.
Gabriela es mi mujer. Ella me quiere mucho y se acuesta con Cristóbal.
Él es inteligente, seguro de sí mismo y un ágil bailarín. También monta a caballo. Domina la gramática latina. Cocina para las mujeres. Luego se las almuerza. Yo diría que Gabriela es su plato predilecto.
Algún desprevenido podrá pensar que mi mujer me traiciona: nada más lejos. Siempre he querido ser Cristóbal, pero no vivo cruzado de brazos. Ensayo no ser Marcos. Tomo clases de baile y repaso mis manuales de estudiante. Sé bien que mi mujer me adora. Y es tanta su adoración, tanta, que la pobre se acuesta con él, con el hombre que yo quisiera ser. Entre los fornidos pectorales de Cristóbal, mi Gabriela me aguarda ansiosa con los brazos abiertos.A mí me colma de gozo semejante paciencia. Ojalá mi esmero esté a la altura de sus esperanzas y, algún día, pronto nos llegue el momento. Ese momento de amor inquebrantable que ella tanto ha preparado, engañando a Cristóbal, acostumbrándose a su cuerpo, a su carácter y sus gustos, para estar lo más cómoda y feliz posible cuando yo sea como él y lo dejemos solo.


Mereció la pena conocer personalmente a Neuman que, con sus treinta años y su ya amplio bagaje literario, sorprende gratamente a los lectores que nos creemos avezados en nuestra edad madura. Y nos vuelve expectantes ante su futuro creativo.


(Cuadro de Luis Quintanilla, que a mi me recuerda más bien la historia bíblica de Susana y los viejos, pero que lo acoplo aquí)

jueves, 22 de marzo de 2007

Más débiles



Más débiles

Vuelven a ser más fuertes
¿Quiénes?
Ellos

¿Quiénes han de ser?
No han de ser
Sólo son

¿Más fuertes que quién?
Que tú
pronto quizás que muchos

¿Qué quieren?

Ante todo
llegar a ser más fuertes

¿Por qué dices todo esto?
Porque todavía
puedo decirlo

¿No podría perjudicarte?
Claro que sí
porque se están haciendo más fuertes

¿Cómo lo sabes?
Por tu advertencia
de que pueden perjudicarme






(El poema está escrito por Erich Fried, nacido en Viena en 1928, y el dibujo que lo acompaña de las ratas es de Luis Quintanilla, pintor español republicano 1893/1978)

miércoles, 21 de marzo de 2007

Hay días...

Hay días en que el cansancio da la alarma. En que comprobar agota. En que el desencuentro dentro de uno mismo crece. En que el tránsito te parece poco viajero. Y entonces se duda. Y uno desea que llegue la noche. Pero las noches acogen mas no abrigan lo suficiente. Como paréntesis las noches cumplen su papel: los sueños nos hacen creer que no saldremos de ellos. Cuando despiertas, te crees renovado. Pero qué es lo que nos engaña, ¿los sueños o la vida ordinaria? Reproduces el ciclo por otras veinticuatro horas y te aferras a alternativas que piensas que te compensan. Es decir, que equilibran tu sabio mundo de sensaciones. No siempre tienes tiempo de leer cuanto deseas para sentirte reconfortado. Como no siempre puedes pasar una agradable tertulia con amigos, admirar desde lo alto un valle, mirar de frente unos ojos, hablar con tu hijo o contemplar emocionado el mar. Intentas escribir. Sin orden, sin apremio, sin ideas preconcebidas. Sólo porque rabias, sólo porque te ahogas, sólo porque no te gusta algo. Luego descubres que todo es por lo mismo. Y porque tú no quieres ni puedes pasar sin latir por el mundo. Y al leer Pensar, de Vergílio Ferreira, te enteras de que no eres el único, y te consuelas en su experimentación y en sus palabras...

Escribir. ¿Por qué escribo? Escribo para crearle un espacio habitable a mi necesidad, a lo que me oprime, a lo que es difícil y excesivo. Escribo porque el hechizo y la maravilla son verdad y su seducción es más fuerte que yo. Escribo porque el error, la degradación y la injusticia no han de tener razón. Escribo para hacer posible la realidad, los lugares, los tiempos, a los que esperan que mi escritura los despierte de su manera confusa de ser. Y para evocar y marcar el camino que he realizado, las tierras, las gentes y todo lo que he vivido y que sólo en la escritura puedo reconocer porque en ella recuperan su esencialidad, su verdad emotiva, que es la primera y la última que nos une al mundo. Escribo para hacer visible el misterio de las cosas. Escribo para ser. Escribo sin motivo.




(Foto del libro paginado: Liliana Gelman. Al lado, fotografía del novelista portugués Vergílio Ferreira)

martes, 20 de marzo de 2007

Desamparo



La corriente sanea la estancia, pero no logra desprender los pensamientos incrustados allá adentro. Entre sus paredes hay suspiros y exclamaciones premonitorias. Pero también negaciones y llantos. Rebotan entre sus contornos antiguos ecos y oscuras invocaciones. Cuántos demonios no habrán incidido sobre la carne del artista hasta ofrecerle la compra de su alma. Los silencios no existen en aquel cuarto más que en forma de una paralización transitoria. Como una apariencia. La falta circunstancial de sonidos o de vocalización no implica renuncia al lenguaje interior, ni sustituye la tenacidad de la voluntad ni doblega el desafío de la imaginación. Todo sigue su curso frenético. El suelo está desgastado por las pisadas incesantes del hombre y las sustancias desprendidas de los recipientes corroen lentamente la tarima. Es una muestra más de la erosión de la vida, el precio de la actividad agotadora. También es el balance de un asentamiento que se agota poco a poco. Las sombras que se apoderan del espacio surgen desde el fondo de los lienzos. Y se apoderan de los vivos. La luz exterior interrumpe como una intrusa, pero no renueva nada, no transfigura ni desata éxtasis alguno. El aire se anuncia solamente como un mensajero de una vida ya no vivida. Ella lo sabe y según se mueve por la habitación lo ve más claro. Los años transcurridos junto al pintor son tan sólo una cifra, bastante memoria y ahora una incertidumbre cargada de angustia. Él ha vivido desde hace tiempo en una frontera desquiciante entre lo próximo y lo alejado. Su obra enseña y oculta a la vez. En sus cuadros hay siempre un tema que parece consentir y aportar veracidad, y sin embargo las tonalidades imponen sus claroscuros como ángeles exterminadores de cada minuto de su existencia. La mujer, lúcida y expectante, se siente allí enormemente apesadumbrada. Hay demasiados signos a su alrededor que debe interpretar. Que están reclamando actitudes nuevas. Instinto de supervivencia, quizás. Ha entrado de pronto su marido en el estudio y se han mirado. A ciertas alturas de una soledad compartida pueden mirarse y comprenderse, sin mayores aspavientos. ¿O tendrían que representar sorprenderse? Ambos desvían la mirada por inercia hacia el cuadro de la mujer vaporosa. Ella duda si preguntar. El silencio es tan tenso que se transforma en ruido dentro de sus cerebros. Adivina en el hombre un abatimiento extraordinario y descubre en el brillo de sus ojos desamparo. Tal vez si empleas un color menos tenue, acaso si das a sus labios otro matiz, le propone. Él toma la paleta con una mano, se apresta con el pincel, mezcla varios tonos más vivos. Tal vez, musita apagadamente.

lunes, 19 de marzo de 2007

Reposición


Lo ha repuesto. La mujer lo ha visto cuando ha entrado a ventilar el estudio. No entiende cómo puede aguantar su marido aquella atmósfera, preñada cada vez más de suciedad y de olores acerbos. La estancia sigue desbordada de huellas, como es habitual, marcas que se depositan por todas partes, sin que estén libres de ellas ni la cama turca ni los muebles ni las paredes ni el tapiz persa ni los kilims otomanos ni el bargueño florentino ni los recuerdos. Ella siempre había aceptado que el gabinete de un pintor tiene que estar sujeto por su propia naturaleza a las leyes de la improvisación y del desorden. Pero él ha traspasado el límite entre su caprichoso albedrío, donde se desatan movimientos espontáneos y desenfrenados, y una mínima condición de higiene. Y esto a ella le repugna. El aroma concentrado de tabaco de las Antillas marea. La cama revuelta muestra unas sábanas arrugadas y sudorosas. Corre las cortinas infectas. Desplaza las contraventanas con energía. Recoge algunos libros y botes de pintura que están por el suelo, pero se arrepiente. Vuelve a dejarlos con desdén. Los libros, no. Ellos no tienen por qué pagar las extravagancias del pintor. Si la inspiración y las ideas flotaran entre el marasmo del cuarto y se escapasen en ese instante a ella le daría igual. Sospecha. ¿No se le estarán fugando más bien a él de su cabeza? Una ira repentina se apodera de ella. La vuelca contra los objetos. Teme no controlarse. La luz se catapulta sobre el interior. El cielo se abre allí mismo. Ve que la imagen de la mujer del cuadro se ha alterado, que ha recibido otros toques de color. Nuevas pinceladas entrecruzadas y superpuestas subrayan un rostro liviano, ausente, extranjero. Tiene un aire más nórdico. No reconoce a la mujer, pero hay algo en ella que le sugiere. Su piel es pálida y el cuello, estrecho pero grácil, cabalga sobre unos hombros pequeños y medidos. Se insinúa un torso en cuya levedad se pierde, pero unas ajustadas y precisas prominencias lo remarcan. Están dotadas de una consistencia delicada. La desconocida mujer del cuadro, sin ser bella, es una mujer especial, con cierto magnetismo, y cuya mirada no parece pertenecer al pasado. Tal vez se trata de una mujer anclada como un pecio en la vida de su marido, pero que no quiere desaparecer. Eso barrunta. ¿Hasta qué punto ella adivina en esos ojos un brillo vinculante, una actitud oferente y que reclama? Quiere pensar que es una modelo, una experimentación ocasional, una incursión arriesgada en territorios de nuevas recreaciones. ¿Debe preguntárselo al autor? ¿Debe llamarle e inquirirle directamente? Ella revisa por su cuenta la memoria de lo pretérito. Repasa los años de separaciones elegidas, de viajes por separado, de aislamientos forzosos. Qué lo mismo da, piensa. Al fin y al cabo, la respuesta estará en el acabado. Y si no lo termina, ¿se seguirá imponiendo el enigma? Ella no sabe que Maren Olsen no existió para formar parte de un retrato inconcluso. Desconoce que la mujer de un lejano fiordo sigue siendo la remembranza, pero también el deseo vivo, del hombre con el que permanece. Y que por esa misteriosa y apasionada razón oculta, él jamás terminará el retrato. Es su manera de alimentar una fidelidad ajena e imposible. Exista o no la mujer del Norte, el pintor se entrega desde sus soledades a la veneración subterránea de un arrebato.

domingo, 18 de marzo de 2007

Leopardi


No podía parar en la cama y se ha levantado antes de la hora a la que ordinariamente lo hace. El té indio, que compra en la tienda de un viejo mercader sij de la pequeña población próxima, impregna con su aroma la habitación donde suele leer. Poco a poco ha ido consiguiendo ciertas obras que considera necesarias. Hölderlin, Grundtvig, Keats, Byron, Stendhal, Shelley, Jacobsen, Flaubert...Algunas se las envían unos viejos amigos desde Athus, otros desde Odense. Sin embargo, hoy, animada por los recuerdos, ha tomado el volumen sobre los Pensieri de Leopardi que su marido le regalara cuando viajaron a Italia.

Bella y amable ilusión es aquella por la cual los días de los aniversarios de un acontecimiento que, en verdad, no tiene más relación con ellos que con cualquier otro día del año, parece tener con él una relación particular, y que, casi como un sombra del pasado, resurja y vuelva siempre en los mismos días, y se nos muestre delante, con lo que se atenúa en parte el triste pensamiento de la anulación de lo que fuera en su día, y se alivia el dolor de muchas pérdidas, pues parece como si, con el dolor de estas conmemoraciones, lográramos que lo que pasó y ya no vuelve no se haya extinguido ni perdido del todo. De la misma manera que encontrándonos en lugares en los que han acaecido cosas memorables en sí mismas, y diciendo: aquí sucedió esto y lo otro, nos creemos, por así decirlo, más próximos a aquellos acontecimientos que si nos encontramos en otro lugar. Así, cuando decimos: hoy hace un año o tantos años que sucedió tal o cual cosa, nos parece, por así decirlo, que esa cosa está más presente o se encuentra menos alejada de nosotros que otros días. Se encuentra esta ilusión tan arraigada en el hombre que me parece que se puede creer con esfuerzo que su aniversario sea tan ajeno a lo celebrado como cualquier otro día. De aquí el celebrar anualmente los recuerdos importantes, tanto los religiosos como los civiles, tanto los públicos como los privados, los de los natalicios como los de las muertes de las personas queridas, y otros similares; todo ello es común a las naciones que han tenido recuerdos o calendario. Y he observado, interrogando con tal fin a varias personas, que los hombres sensibles y los habituados a la soledad o a conversar consigo mismos, suelen ser muy amigos de los aniversarios y de vivir, por así decirlo, de tal género de recuerdos, recapacitando siempre y diciéndose para sí: “Hace años, en este mismo día, me sucedió esto o aquello...”

Cuando ha leído al azar este párrafo, permanece atónita. Se sobresalta. Sale corriendo a buscar al pintor. Cómo ha podido olvidarlo. Su viejo cómplice es hoy un año más viejo. El tiempo les devora y ellos ni se dan por enterados. Leopardi, desde el trasfondo de sus Pensamientos, le ha enviado a la mujer un aviso benévolo.

Abrazo



Al despertar aquella mañana se sorprendió abrazado a sí mismo. Bien fuera por efecto de una brisa que penetraba en la habitación , o por causa de los sueños turbulentos, o debido a yacer en orfandad en su camastro, se encontró poseído por sus propios brazos. Una de las manos aprisionaba su hombro derecho mientras la otra contenía el costado opuesto. Estaba de medio lado, retorcido, ahuecado en su encogimiento, con la cabellera revuelta y babeaba sobre la almohada. Le comprimía un entumecimiento extendido a todo su cuerpo y la rigidez le impedía reaccionar. Cierta molestia aguda emanaba entre las costillas, pareciendo que su cuerpo estaba emergiendo de un ejercicio violento más que de una noche de descanso. Cuando fue tomando conciencia del nuevo día y entreabrió los ojos, estos le picaban nerviosamente. Hubiera querido seguir durmiendo, pero la desazón le zahería hasta el extremo de hacerle sentirse confuso. Quiso pronunciar algo en alta voz para sí mismo, pero la garganta reseca y dolorida no le siguió. Se palpó la frente para comprobar si alguna fiebre le acechaba, pero no le pareció que así fuera. Esto le hizo sentirse tranquilo de momento. Sin embargo una idea transfigurada en inquietud le apremió. Se acordó de pronto del retrato de mujer a medio hacer que había tenido olvidado durante las últimas semanas. Más que una imagen perfilada asemejaba un esbozo o tal vez un nuevo rumbo en su orientación. El retrato parecía estar surgiendo del sueño o de estados de vigilia febriles. En nada se asemejaba a lo que acostumbraba a pintar. No podía explicarse por qué estaba planteando aquella efigie con unos contornos menos precisos, con unos colores dotados de una oscuridad no acostumbrada, con una desfiguración de las formas y una deformación de los detalles del rostro que jamás hubiera osado trazar antes. ¿Era tal vez producto de una vieja cuenta pendiente consigo mismo? ¿Le acosaba la traición de su propia memoria? ¿Se trataba de un desquite de la persona que le inspiraba, y que ya había desaparecido de su vida hace tiempo? Y sin embargo esta mujer últimamente se personaba en su conciencia, en una mezcla turbia y desafiante de recuerdo de los tiempos disfrutados y de la angustia por los deseos interrumpidos. Enfrascado recientemente en pintar paisajes exteriores, había relegado el óleo de la mujer espectral. Sucedía algo más en este olvido calculado; probablemente la inseguridad por no dar con la clave de lo que realmente quería representar. Por primer vez en su vida de artista, y aun habiendo sufrido ciclos de confusión y de dudas, no sabía resolver el icono pergeñado. ¿Qué hacer? ¿Relegarlo al abandono definitivo, destruirlo, acabarlo de mala manera aunque le dejara insatisfecho? Tal vez su mujer lo hubiera visto, aunque nada le había comentado al respecto. Y eso que ella era una fiel fiscalizadora de sus creaciones. Y una generosa sugerente ante lo que no le gustaba. Si seguía manteniéndolo a la vista, Max lo vería cuando llegara y acaso hiciera peguntas inconvenientes. ¿Cómo iba a explicar a nadie a estas alturas que el espíritu redivivo de Maren Olsen le inquietaba y laceraba hasta el punto de no poder exorcizar los recuerdos y la angustia de una pasión inacabada? Maren Olsen había surgido de un fiordo. No era una sirena ni una mujer especialmente bella, pero para él fue un descubrimiento. Y una cautivación. En aquellos tiempos, las relaciones entre los estados de los países vecinos pasaron por una crisis. Él había llegado para un corto período a aquella pequeña población pesquera en las profundidades de uno de los fiordos más hermosos del país. Pero el conflicto le paralizó varios meses allí. Maren Olsen fue su modelo. Nunca posó expresamente para él, pero el pintor acuñó en su mente cada detalle, cada movimiento, cada pose, cada gesto, cada desnudez que ella le mostraba en las entregas y esparcimientos con que le obsequió abundantemente. Su cuerpo más bien menudo, ni grueso ni flaco, se movía pausadamente. Él admiraba sobre todo las medidas de sus pechos y el contorno de su cintura. Su rostro no poseía una sonrisa desbordante, incluso parecía estar casi siempre abstraída, pero la mirada, cuando se fijaba sobre los ojos de él, transmitía sosiego y una especie de expectación que a él le arrebataba y le elevaba. Siempre daba preferencia a escuchar y cuando hablaba lo hacía quedamente, con una cadencia suave, firme pero relajada. El ambiente de aislamiento del pintor propició el encuentro con Maren Olsen y activó la dimensión de vivir aquello como si fuera la única razón de ser. Mientras lo recuerda, intenta dotarse de una imagen más precisa. Ha transcurrido tanto tiempo. Pero, ¿por qué esta aparición? Si lo pasado ya no vuelve en la realidad, ¿por qué se venga de los humanos en forma de fantasmas y de deseos?
(Composición fotográfica de Ivan Cap)

sábado, 17 de marzo de 2007

(Paréntesis: Palabras y antipalabras)


Mientras los perros ladran, el hombre del blog se consolida en su reflexión íntima. Se levanta por la mañana, algo más tardíamente de lo acostumbrado, bebe lentamente una taza de café profundo. Rafael Sánchez Ferlosio le da una pista desde su libro Vendrán más años malos y nos harán más ciegos...

(Palabras-fuerza.) No hay razón sin palabras, pero tampoco puede haber sin ellas fanatismo. En la palabra se manifiesta la salud de la razón, pero, a su vez, el fanatismo siempre aparece como una enfermedad de la palabra, una especie de inflamación absoluta de los significados. Toda predilección por una palabra en sí, al margen de un contexto, es un temible síntoma de predisposición al fanatismo.

Tiempo éste de palabras falaces, de verbosidad mediocre, de consignas mentirosas, de carencia de razonamientos. Época de palabras que son antipalabras, que ciegan en lugar de iluminar. Como perros callejeros de otras épocas, algunos sólo buscando las migajas y la caricia hipócrita del dueño que les alimente a cambio de sus renuncias. El hombre del blog ata sus emociones e intenta razonar, vengan de donde vengan los argumentos, simpre que sean argumentos. La razón no se puede domeñar, lo intuye, y la verdad, siempre relativa y dinámica le obsesiona. Como a los antiguos areopagitas o a quienes se enfrentaban a los fariseos.
(Cuadro Jesús entre los Doctores, de Albert Durero, en el Museo Thyssen de Madrid)

viernes, 16 de marzo de 2007

Inhabitado


Los días están transcurriendo sosegados en la casa. El estado expectante de ambos se ha vuelto más pausado. Se van haciendo a la idea de una visita que tiene mucho de enigma, pero también de retrocesión en el tiempo. Al menos han perdido la ansiedad que la sorpresa les adjudicó en los primeros momentos, cuando recibieron la carta de Max. El pintor tiene un aspecto menos hosco y se muestra más receptivo. No se encierra tanto en su estudio y muchos días ordena de modo más abierto y racional su tiempo; hasta acostumbra a salir más al campo. Visita junto con su mujer con cierta frecuencia la pequeña ciudad de las proximidades. Alentado por un afán revulsivo, ha decidido incluso sacar los trastos y limpiar a fondo su estudio. El olor a tabaco lo impregna todo, y una pátina semejante a las tonalidades de algunos de sus cuadros ha invadido las paredes. El suelo está salpicado de goterones de pinturas y manchas de aceites. Las cortinas, ya negruzcas, han perdido su color original. Los muebles destellan entre barnices diferentes y pinceladas perdidas. Pero, ¿debe ejecutar esta limpieza exhaustiva? ¿No debería encontrarse Max todo tal cual está en el caótico orden cotidiano, que es a la vez el natural? ¿Iba a extrañarse a estas alturas de los efectos causados por la forma de comportarse y trabajar el pintor? ¿Para qué esconder la calidez ordinaria? ¿Para qué ocultar la imagen del acostumbramiento, que se ha tornado cómplice de sus ocurrencias y de sus esfuerzos? El espíritu de la mugre es como una herencia de la vida bohemia que vivieron en otras épocas. No tiene sentido mostrar un escaparate de lo que no es. Max no lo va a reclamar. Como tampoco a él le gustaría hallarse ante un ambiente aséptico, sin personalidad, sin el desvelamiento de la manera de ser y actuar ordinaria. Esta vigilancia y esta disposición alterada sobre sí mismo le alarma. Se está planteando la visita de un viejo conocido como visita formal, como la llegada de un notable que viene para fiscalizar su existencia. Y cuando considera esta reacción se siente frágil. Acaso está construyendo una empalizada de convencionalismo y distanciamiento que abrevie la estancia de Max Winternitz. O sólo trata de protegerse dando una imagen distorsionada, pretendiendo que él ya es un hombre de madurez avanzada que ofrece como contrapartida del pasado un asentamiento y una seguridad propio de edades más bien provectas. Ha cogido un libro y acompañado por su mastín, se ha puesto a caminar por el bosque contra las luces que levantan los cuerpos y rasgan las miradas. Como si quisiera liberarse del ejercicio rutinario. Desciende una vaguada y luego vuelve a remontar una ladera hasta alcanzar la cima de un altozano. Desde allí contempla las arboledas compactas y las lejanas laderas escarpadas. Distingue algunos caseríos y advierte el perfil sinuoso de los meandros del río, devorado en algunos tramos por pequeñas hoces ahitas de vegetación. La luz se adapta a cada espacio del paisaje y juega con él. Tiene sólo dos ojos para tanta belleza y tan variada. Una belleza que transcurre, que no permanece ajustada en un plano, que no es espectáculo, sino sacralidad. Él ha venido a ser ungido por esa belleza, que sabe que no puede arrebatar. Y este encuentro de tú a tú con el alma natural le emociona.
Se ha sentado a leer, mientras el sol va calentando su espalda. Huya o se integre en la masa, el hombre siempre se halla solo. Ni la familia, ni mucho menos la religión, ni los quehaceres, ni el acontecer político, ni el dinero, ni la relación que fundamente con otra persona altera su soledad. El hombre se esconde en la actividad para disminuir cierta angustia y verse reforzado con la normalidad que suele ser ley de las sociedades. Pero la angustia no tiene por qué oprimir. Hay un cierto tipo de angustia que libera, porque es efecto del reencuentro con la soledad íntima. Cuando un hombre se enfrenta con la necesidad de ayudar a otro hombre en situación extrema de desesperanza, por ejemplo, o cuando admira un paisaje sometido a la agonía de las luces, o cuando se ve sorprendido por una tormenta en un antiguo poblado en ruinas, o cuando contempla un cuadro que le ofrece multitud de matices o escucha la ejecución coral de una partitura que le habla con extraordinarios lenguajes, el hombre se siente conmovido. Y esa conmoción que le aporta sorpresa y le dota de un profundo clamor, le sitúa ante su insuficiencia, contra su límite y frente a su soledad.
Siente el texto intenso, casi hiriente, pero lo acepta. Marca con su índice la página y con la otra mano acaricia el pelo dúctil de su acompañante. Entre el libro y el paisaje se siente entregado a una calma desconocida, tal vez ajena. Como si no estuviera allí, como si no habitara en ninguna parte.

jueves, 15 de marzo de 2007

En capilla


Lo ha encontrado dormido, acunado por hilos de luz transversales que el amanecer filtra sobre la habitación. La pipa artística, con sus liebres de porcelana decorando la parte exterior del cuenco, yace consumida sobre la mesa. El diario permanece caído a un lado, entreabierto y con sus páginas arrugadas, penetrado por un palillero con tinta reseca en el plumín. Lo toma con cautela entre sus manos, se va hacia la ventana donde la persiana medio bajada le permite leer. La sorprende tanto la última frase. ¿Por qué teme él que Max Winternitz no apruebe los cuadros donde la mujer queda reflejada? No son retratos al uso, ni hay exhibición, ni precisa idealizarla para representar con su pintura lo que ha sentido siempre por ella. ¿Tal vez por eso? ¿Porque la incorpora a su vida doméstica y se apodera de ella en la cotidianidad, no en la altanería? ¿Desde cuándo ha hecho él, un pintor alejado del mundo y de los cenáculos de los artistas renombrados, ostentación de la esposa? No es de esos. Nunca ha necesitado la dependencia de otros ojos para mirarla a ella de una manera totalizadora e incluso absorbente. La ha consagrado sin precisar otro sacerdocio que el acordado previamente con ella. Naturalmente, eso era antes de que el agotamiento llegara. Pero ahora, ¿qué preocupación súbita le abruma? ¿Teme que Max compruebe que ha hecho de ella una posesión intimista? Porque, ¿qué otro factor se agazapa en la mente de su marido? Hubo cierta cuenta pendiente entre ambos hombres, indudable. Y también de los dos con respecto a ella. Pero el tiempo transcurrido debería haber suturado heridas. Pervive, ya tenue, cierta mala conciencia de haber exagerado lo que podría haber quedado en simple disputa formal. Ya se sabe que los malos entendimientos siempre tienen un trasfondo anterior y más hondo y se precipitan por barrancos del alma que pasan desapercibidos a viajeros e inquilinos. Extrañas definiciones. Morbosas oscuridades. Llámense incompatibilidades que superan el peso específico de las simpatías, aproximaciones que nunca fueron sinceras, deficiencias que no se han subsanado con la propia evolución racional de cada individuo, conflicto de emociones que subyacen sin rescate en el pozo ignoto del ser. ¿Llegaron simplemente en aquel tiempo a estar aburridos? No era época de ser pasto de monotonías y dejadeces. Había suficientes motivos de interés en el exterior como para ceder al tedio. El descubrimiento de los paisajes, la captura de las luces, las tertulias exultantes y fogosas, la indagación de las formas en las gallerie, el trabajo de campo, la literatura de viajes, los mitos en la piedra, las sorpresivas pinturas halladas en ajados monasterios o en herméticos palazzi de burguesías venidas a menos, el acercamiento a los artesanos de múltiples oficios, los devaneos con el chianti, la seducción por la arquitectura, los largos paseos por las riberas del Arno, la visión del largo atardecer del estío desde el Belvedere, los alegres y, a veces, arriesgados recorridos de la noche, todo era un revoltijo que les hacía a los tres confiar en la eternidad. Su marido se había empapado de los creadores renacentistas hasta dejarse marcar profundamente. Max tallaba el lenguaje y lo ponía al servicio del viaje y de las revoluciones de aquel tiempo. Fue un bagaje para ambos. Para la mujer también. Aprendió a conocerlos mejor y a quererlos por igual, aunque no de la misma manera. Tal vez ellos no alcanzaron a comprenderlo. Ella nunca quiso ser causa de disputa; simplemente no quiso ser objeto. Pero la vida siempre exige una elección, aunque ese paso no suponga avance. Se resistió a tomar decisión alguna. El escritor y el pintor utilizaron sus propias armas para envenenarse, adulterando la fuerza de sus lenguajes respectivos. Y ahí la mancharon a ella. Después del tiempo transcurrido le cuesta recordar, valorar lo vivido y verlo con otros ojos. Demasiada distancia y frialdad. Y no obstante, también la mujer se inquieta con la visita anunciada. Como una incauta se pregunta ¿puede reproducirse el pasado, al menos de alguna manera, cuando casi nada es ya igual?

miércoles, 14 de marzo de 2007

Anotaciones




El pintor medita. No ha vuelto a hablar con su mujer de la visita anunciada. Últimamente le preocupan más ciertas críticas y algunos puntos de vista que no captan o no quieren ver sin prejuicios lo que hace. O eso piensa él. Esta noche ha echado mano del diario, no quiere pintar, sólo expresar su desasosiego. Con ello, hallar un margen de bonanza.

Me llegan opiniones, y algunos comentarios de la prensa lo ratifican, seguramente repitiendo por inercia y sin criterios propios. Hay quien califica mi pintura de meramente intimista. Solo porque pinto la casa por dentro, solo por eso pretenden convertir mi pintura en una pintura de interiores. Y lo dejan ahí. Qué es lo íntimo. ¿La simple exposición de los objetos en los márgenes de un espacio? ¿La exhibición de un entorno reservado a la familia? ¿La muestra de un sistema de imágenes que refrenden las normas de conducta y, como diría nuestro paisano Soren K, la apelación a una moralidad, cuando no el triunfo de la apariencia? Pero, ¿y la luz? ¿No cuenta la luz? ¿No es la luz la que otorga vida y sustancia y lenguaje? ¿Y las sombras y los contraluces y las brumas? No, no se dan cuenta de que hay un diálogo permanente en luces y sombras que generan una evanescencia y una atmósfera en la que se diluyen objetos y comportamientos, pero a través del cual se genera expresión y por lo tanto vida. Los colores no se definen por sí mismos, más allá de su estado natural y no siempre delimitado, sino por el empeño del ojo que ve lo que nos rodea. Y por las intenciones de la mente que pone en acción el ojo. Los que contemplen mis obras como un catálogo costumbrista y gris están listos. La vida no se manifiesta en un simple estado de potencia o de color, porque en realidad no hay un estado definido que merezca un reconocimiento de calidad especialmente canónico. Los cánones tienen mucho de moda y mucho de mito y bastante de precepto absoluto, y como tales, no me interesan. ¿Qué define un canon? ¿Un tema, una visión formal, una ortodoxia sobre la belleza, unas medidas, una apología de la opera umana, que decían en la Toscana? Pero la estética no es algo rígido ni inamovible. Si lo fuera, todo sería repetición y monotonía. ¿Y la disposición de las figuras? A muchos les sorprende que sitúe la modelo de espaldas o con la mirada inclinada o el perfil ladeado o deslumbrando con su cuello desnudo y esbelto o asumiendo una postura de abstracción. Ellos quisieran saber. Cuando proyecto las estancias las trato como corporeidades. Los ambientes son uno y muchos cuerpos. No sólo las escalas de los cuerpos. Las escuelas y las academias hablan mucho de la perspectiva aérea en función o con referencia a los espacios, ya sean abiertos o cerrados, pero con frecuencia temen el tratamiento de la dimensión de las figuras sobre la misma categoría. No es mi caso, evidentemente. Ellos preguntan si yo encajo las figuras de la modelo como un objeto más o como un elemento complementario que humanice una escena o porque así sustraigo esa sensación de frialdad física que rezuman los interiores. Y concluyen que no lo logro. Que la mujer que sale en los cuadros se ve postergada a un segundo plano o dominada por la espacialidad desmesurada o por el brillo de los blancos y los negros. Ellos no saben, es obvio. Y no tengo el menor interés en explicarlo. Pero Max llegará un día de estos y me preguntará. Max observó siempre mucho, hasta tal punto que cuando visitábamos las campiñas toscanas y los pequeños pueblos amurallados de la zona yo ponía la mano que volaba tras los lápices y él guiaba el oteo que a mi se me pasaba inadvertido. Sí, tendría que reconocer que muchas de mis visiones eran su mirada. Él no sabe, no ha podido saberlo, que algunas de mis obras han germinado debido a sus sugerencias. Cuando él vea lo que he pintado en estos últimos años, me preguntará, seguro. Y aunque no lo haga, por discreción o prudencia, es probable que sus gestos, sus paradas, sus sonrisas, me estén exigiendo si no una racionalización, sí al menos cierta aclaración de móviles e intenciones. ¿Y podría negárselo a Max? Temo especialmente cuando le enseñe los cuadros donde está reflejada ella. ¿Los aprobará?


Ha abandonado la pluma y cerrado el cuaderno. Toma la vieja pipa de loza, adornada con relieves de animales, fabricada en la misma factoría de Copenhague de donde se exportan al mundo las vajillas de la flora danica. La llena de hebra y la prende. Aspira profundamente, extendiendo el aroma a sándalo por todo el cuarto. Acaricia la pipa con parsimonia, casi sensualmente, con su pulgar. Le invade una apacibilidad discorde. La vieja y gastada pipa. El último resto del naufragio de su nunca olvidada relación con Maren Olsen.

martes, 13 de marzo de 2007

Relectura



Ha corrido al dormitorio. Del fondo del cajón de las mudas, en la cómoda, saca un sobre envejecido. Está repleto de indicaciones, caligrafías, tampones, franqueos. Un sobre que nunca llegó a su destino en la capital del Moldava. La carta que guarda necesita una relectura. Debe comprobar si siguen vigentes para ella los reproches que escribió y las rabias con las que atronó y se sumergió en abandono.

Max: No me hago a la idea de que tras estos meses en que nos has acompañado te hayas ido con tanta urgencia. Es verdad que la sucesión de acontecimientos de los últimos días generaron una molestia en la pequeña familia que formamos que resultaba difícil sobrellevar. Nada estuvo siendo igual que antes. No te culpo a ti. Como no le culpo a él. No es cuestión de culparnos nadie. Las cosas son como son y veo que al final ninguno de nosotros hemos querido aceptarlo. Mejor dicho, ni tú ni él lo quisisteis asumir. Tu despedida me pareció una decisión atropellada, eras muy libre de tomarla, pero, insisto, sobre todo ausente de reflexión, cuando no temerosa. Puedo entender tu incomodidad, tu confusión, tu voluntad generosa de no hacer daño a nadie, mas que rehuyeras hacerte valer me indignó. ¿Es que no han supuesto nada todas nuestras conversaciones, nuestros paseos por la ciudad, nuestros fugaces pero entregados encuentros en la hospedería Basilicata , de la Via di Carpaccio? ¿No podías haber exigido explicaciones y haber plantado cara, dejando hablar a tu corazón? ¿O acaso éste te flaqueó y estaba dejando de latir? Dirás que exagero, y ojalá creas que únicamente es eso, porque sólo con pensar en que utilizaste una excusa para quitarte de escena y olvidarte de mi me enfurezco. Sabes perfectamente cómo valoro el significado profundo que se cimentó entre ambos; por eso mismo no pongas en duda que no respeto tu manera de ser y tus impulsos. Estaba ya acostumbrada hace tiempo a acomodarme a las circunstancias repentinas con él como para que ahora no tuviera paciencia y comprensión contigo. Este tiempo florentino ha sido un tiempo nuevo en mi vida, o al menos yo lo he creído así. Puedes pensar que ése es mi error, creer que lo que yo probaba y cuanto despertaba dentro de mi marcaba una fase elevada y distinta donde iba depositando ilusiones y esperanzas. Aunque calles sé que puedes estar pensando que tal vez el asunto no iba de la misma forma contigo. Y que cuanto para mi tenía de calidad nueva y de inmersión apasionada pudo suponer solamente para ti aventura, concesión y recreo. No te tildo por ello de ser un farsante ni un equívoco conmigo. Creo que no estabas exento de sinceridad y apertura hacia mi. Siempre te acepté aun sabiendo el riesgo de imprecisión y de límite que podía suponer llegar a quererte. Fui yo la que aposté a fondo, y no me arrepiento en absoluto. Sin embargo no puedo controlar este sentimiento de frustración que me acorrala desde tu marcha. No es lo mismo caminar con dudas, o no ver con claridad la senda que eliges, o simplemente calibrar los pasitos, que encontrarte de pronto sin dirección, ni rumbo, ni motivo de marcha. Te lo dije entonces y te lo digo ahora. No me desinteresé por mi marido como un efecto arrastrado por el interés que ibas suscitando dentro de mi. La solución con mi esposo venía siendo desde hace tiempo una respuesta de supervivencia y de cuidado mutuo, interpretado y conformado como tal por ambos. Eso te podría explicar que él no manifestara en ningún momento inquietud o celo exacerbado ante los movimientos que tú y yo pusimos en marcha. Su clave residía en que no podía aceptar que tu actitud conmigo pudiera estar a la par o un peldaño más bajo que lo que él me había ofrecido mientras nuestro afecto conyugal duró. Esa sensación que iba calando en él de que tú te limitabas a usarme, a apropiarte circunstancialmente de mi ilusión, a inculcar en mi una veneración que podía ser ignorada en cualquier momento, le desbordó. Yo no aprobé jamás que él se erigiera en mi defensor, puesto que una ya es quién para convenir o rechazar cualquier plano de contacto o vinculación con otra persona. Nunca le hubiera aceptado como protector en un caso así. Tal vez fue esa situación la que desencadenó una partida de billar peligrosa a tres bandas. Una partida que no solamente quedó en tablas, sino en la que todos fuimos perdedores. ¿O crees que por haber huido tú te has salvado? ¿De verdad sientes en lo más hondo de tu fuero interno que yo he desaparecido para siempre de tu vida? Tras tantos silencios que nos aproximaron, tras tantas palabras susurradas y tras aquellas pausadas caricias que me arrebataron del olvido y me sacudieron de la inercia no puedo creer que todo haya quedado en puro mármol. Lo que digo puede sonar a quejido desmesurado, pero no me siento vencida. Sólo confundida. Creo que tienes todavía algo que decir, y bastante que rectificar. Estás a tiempo. Perdonaría antes tu cobardía que tu silencio definitivo. Ya sabes dónde habito, y va para largo. Para ti, y me temo que me dejo arrastrar por este pesar de tu ausencia, que tanto me aprisiona, seguiré siempre.

Se siente ida. Han pasado tantos años desde Florencia, desde esta carta de ida y vuelta, desde la frustración que la hundió, que no sabe reaccionar. No es que no pueda. No sabe. Los sentidos se encuentran bloqueados en alguna zona del tiempo pasado y también de su cerebro marchito. No tiene claro si hubiera sido mejor que esta carta hubiera llegado oportunamente a su destinatario, o si lo acertado fue que la puñalada del azar y de los hechos históricos lo impidieran, como así aconteció. Tal vez es el momento de quemarla. O de entregársela en persona cuando Max aparezca. Tampoco tiene sentido a estas alturas ser cauta. Pero ¿serviría de algo una exigencia que suena a tardía y que acaso no puede ya ser respondida?

lunes, 12 de marzo de 2007

Caldara


El pintor ha vuelto. Ella se lo ha encontrando canturreando en su estudio, con las ventanas abiertas de par en par, un aria de Caldara, Il trionfo dell’Innocenza, que tanto gustaban de escuchar en Italia. Justo aquella parte que dice:

Vanne pentita a piangere,
E ammorza nelle lagrime
Il tuo impudico ardor.

Al verla pasar, le ha llamado. Se siente eufórico. Le ha estado enseñando algunos bocetos. Su cartapacio de apuntes silvestres está repleto, muy desigual, pero aprovechado y sustancioso. El carboncillo se escurre entre las hojas y deja entrever aves, ríos, cielos, caballos, caseríos, lomas redondeadas, ruinas monásticas, figuras alejadas, pastoras, viajeros, rostros de perfil. Parece que le ha cundido la escapada. Si a ella le satisface encontrarlo con ese humor es principalmente por él mismo. Suficiente para disculparle la desaparición. Además no le ha echado tan en falta como le sucedía al principio. Es decir, antes, cuando este tipo de plantes enigmáticos era una novedad matrimonial. Aprovecha el momento y le habla de las intenciones de Max, ¿o habría que decir nuestro viejo amigo Max? Él no pone ninguna cara especial cuando le habla de la carta recibida y de la visita en ciernes. Como si no le afectara. ¿O acaso es que la historia del pasado la tiene ya olvidada? Aquello estuvo bien, fue interesante conocerle, todos aprendimos, todos nos aportamos, todos descubrimos todo, y nos divertimos tanto, fuimos, en fin, una gran familia. ¿Una familia a tres? Da la sensación de estar pensando todo eso. Demasiada frialdad, pero no dice nada. El comentario ausente pesa. Y sin embargo, no es verdad que ni siquiera se muestre perplejo. Acaso su perplejidad le paraliza, y tampoco quiere ser más explícito. O se trata de una actitud condescendiente con ella, para compensar su desaparición repentina de los últimos días. El pacto de complicidad de la pareja lleva implícito admitirse el uno al otro la falta de explicaciones. Se han dado tantas, se han inventado tantas, han sospechado tantas. Ella también se ha ido algunas veces. No es desatención, en absoluto, este comportamiento mutuo. Hay en él mucho de reconocimiento de sus márgenes de libertad y de admisión benévola de desencuentros que deben destensarse, ya implique búsqueda de soledad y apartamiento, abandono provisional, olvido momentáneo, necesidad de huída transitoria. Como se le quiera llamar. Todo tan urgido como efímero. Pero acaso necesario. Ella hojea el cuaderno de campo, se tizna los dedos. Necesita palpar la representación, acariciar lo figurativo, probar ese noviciado de croquis, sentir lo que empieza. Como una admonición. Es probable que esos trazos queden para siempre en el territorio de lo que meramente se transita, como causa. Que nunca los lleve a efecto, que jamás pasen a formar parte de la textura de lo acabado, que no sean sino flor de un día. ¿Se siente ella parte de esos trazos? ¿Quizás inacabada, fuera del cuadro de la vida sentimental, sin formar parte de la quintaesencia de la obra? Ningún obstáculo a que Max Winternitz se reencuentre con ellos. Él incluso empieza a pensar que es interesante. Los reencuentros siempre sirven, opina. O se revitaliza la presencia o se comprueba que el tiempo ha agostado el recuerdo. Y a pesar de todo quisimos tanto a Max, ¿verdad?, la dice. Ella pagina el papel barbado cubierto de bosquejos, siempre de machones. Teme tanta aquiescencia. Le confunde tanta templanza. Y entonces, se acuerda con desgarro de la carta devuelta, aquélla que envió a su amigo Max hace años a Praga y que jamás le fue entregada. Excusa formal: destinatario desconocido.

Abandona el gabinete del pintor, dejándole con el aria en la boca...

Tenti invan la mia costanza
Ch’altra speme non t’avanza
Che l’eterno mio rigor.

domingo, 11 de marzo de 2007

(Paréntesis: Respuesta)


Cuando la imagen debe utilizarse como las palabras (que son también imágenes)
He ahí una respuesta a los energúmenos y a los necios.
Contra la orfandad del pensamiento.
(Mural en un pueblo del norte de León, del pintor Manuel Sierra)

sábado, 10 de marzo de 2007

(Paréntesis: Infamia)


No puede con tanta infamia. Le repugna el ruido y la suciedad. Abomina la ignominia y la mentira. Odia la estética de lo trasnochado y la falta de imaginación. Hoy se refugia en su niño interior. Nunca fue puro, probablemente. Uno viene de la naturaleza y ésta, afortunadamente, nunca es pura, de ahí que nos sea permitido a los humanos, como a los minerales, la transformación. Él, al menos, pretendió ser honesto. ¿Le sirvió para algo en el currículo de la vida? La honestidad no cotiza al alza en estos tiempos. Juega con la calavera. ¿La observa simplemente o la dirige preguntas sin respuestas? En la profundidad de los huecos del cráneo abandonado ve correr las palabras y los actos. Los ve precipitarse alocadamente por galerías intrincadas y recovecos abismales. Piensa en los extraños dilemas. Las palabras ¿son tan rameras como aparentan? Sospecha que se las puede comprar y vender, y que se desgastan a merced del dinero y del poder, como casi siempre. Las palabras: designación y comodín, medio y arma, caricia y escupitajo, aproximación y llama arrasadora. Algunos opinan que las palabras nos precederán en el reino de los cielos. Pero éste es una creación de las palabras. Será lo que ellas y su impudicia quieran. Los actos: lento deambular por los vericuetos del laberinto. Sin las palabras, los actos ¿serían más ciegos o solamente más fingidos? El niño inquiere a la calavera sobre su futuro, ¿o lo hace sobre su pasado? Dime, espejito mágico...(¿de qué le suena?) Hoy no puede sobrevivir sin ponerse la máscara. La calavera es un fetiche. Se ha introvertido en la infancia más recóndita, en sus juegos más creativos, en la soledad más alejada de la edad. Donde las palabras están pendientes de conquistar. Donde las palabras deben ser ignoradas. Donde su cuerpo desnudo es lenguaje hasta los últimos estertores. Allí donde la dignidad espera el silencio y se entrega al olvido.



(Pintura del pintor simbolista finlandés Magnus Enckell)

La carta


Al rememorar el pasado, la mujer ha sentido un profundo temblor. ¿O es la carta que le quema en un bolsillo de la falda? Se sienta de espaldas al ventanal soleado y la relee.

Estimada señora. Espero que las desavenencias acontecidas con usted y su marido durante nuestro encuentro en Italia no hayan perdurado hasta hoy. Todos deberíamos haber entendido sobradamente que la fuerza y la inexperiencia de la juventud depara con frecuencia equívocos. Si lo asumimos, damos por hecho la superación de los viejos conflictos. Por otra parte, ha pasado suficiente tiempo desde nuestras dichas y desdichas de Florencia como para suponer que los tres hemos cambiado. Lo más seguro es que hasta mi propia figura y el recuerdo de este humilde personaje del azar que se cruzó con ustedes hayan quedado borrados de su memoria. Probablemente, la dedicación a nuestros respectivos oficios ha desgastado sobradamente nuestros cuerpos, atemperado con creces nuestras ansias y ordenado nuestra volubilidad. Nada más lejos de mi intención a estas alturas que resucitar viejos fantasmas ni activar rencillas que malograron nuestra amistad. Por mi parte, sigo manteniendo viva y apreciada la parte positiva de ésta, y nunca he podido arrinconar los múltiples momentos de disfrute en común. Ustedes me mostraron visiones de la vida que mis ojos y mis oídos y mi lengua no habían logrado captar. Ustedes me deslumbraron con su complicidad y con su alegría compartida y, a pesar del desencuentro inevitable pero injusto, lo he valorado siempre como un bagaje fundamental de mi existencia. He realizado numerosos viajes posteriormente. Podría decir que estos últimos años los he pasado nómada en el aspecto físico, pero profundamente arraigado en el conocimiento de los hombres. Como bien saben, por tantas confidencias y tantos debates hasta altas horas de la noche que mantuvimos los tres, para mi sólo hay un territorio reconocido y que merezca el nombre de patria: la búsqueda. Si permanezco de modo duradero en un país, en una ciudad, aun habiendo conocido y establecido lazos con el lugar y sus vecinos, llega un momento en que me embarga un estado de asfixia. Esta sensación experimentada me ha hecho corroborar que difícilmente soy amante de la vida si no soy ciudadano del mundo, sin más límites que aquellos que la naturaleza y la aceptación de los hombres decidan. Próximamente debo realizar un reportaje por ciertas regiones del Norte de Europa. Algunos amigos que han sabido de ustedes recientemente me han puesto al corriente de la zona donde viven y sería mi deseo encontrarles aunque fuera de modo fugaz. Si ustedes lo aceptaran, también sería un gesto superador para los tres. Al fin y al cabo puedo certificar que la borrosidad del transcurso del tiempo suele eliminar los aspectos negativos y consolidar el recuerdo de los mejores momentos. Tendrán noticias nuevamente de mi en cuanto consiga los pasaportes necesarios de las autoridades de los países que debo atravesar.

N.B. Sólo decirle, mi estimada amiga, que guardo celosamente el cuaderno repujado en cuero por los artesanos florentinos que usted me obsequió. No me atrevo sino a anotar en él las observaciones más valiosas que mi caminar me han deparado.

Con todo mi aprecio vivo por ustedes. Su amigo, Max Winternitz.


Todo su afán inquieto es preguntarse: ¿vendrá sólo o vendrá con una mujer? No hace referencia en la breve carta a su estado civil y, aunque ese nomadismo del que habla lo sigue manteniendo como ética y comportamiento, los años han ido cayendo y no es el primer ni el segundo hombre independiente que cambia su primogenitura por la seguridad de la atención. Además, se le ocurre presa de un extraño instinto celoso, siempre puede haber una mujer de la complicidad que sea como él y le siga a donde quiera que vaya. Pero qué insensatez de pensamiento, se dice. Hace descansar la agitación de la sorpresa sobre el respaldo de la silla, hasta perderse nuevamente por los Jardines de Bóboli.

jueves, 8 de marzo de 2007

Registro


A Max Winternitz lo conocieron hace más de diez años en los Jardines del Boboli. Fue azar, como casi siempre. Su marido había instalado el trípode, obsesionado por captar las zonas umbrosas del parque. Y él apareció. Solían aprovechar las horas tempranas para registrar una luz aún tenue pero que iba siendo muy definida. Max Winternitz, con su cartera raída de color negro, llegaba un rato más tarde, hacía un recorrido parsimonioso por el recinto y luego se sentaba a leer, a tomar notas y a observar a los viajeros americanos. Procedía de Moravia, pero pasaba grandes temporadas en Praga o bien viajaba con sus humildes recursos por regiones europeas que, según decía él, necesitaba descubrir. Escribía en algunas publicaciones efímeras de Bohemia y de Sajonia y, aprovechando su paso por Florencia, se presentaba en las tertulias vespertinas del café La Gubbia Rossa con objeto de conectar con editores de periódicos y ofrecerles su desinteresada colaboración. Éste era el discurso, pero Winternitz necesitaba como quien más la subvención, cuando no la limosna, de cuantos amigos iba haciendo con objeto de poder prolongar por un tiempo su estancia a orillas del Arno. Su temperamento era desigual. A lo largo del día tan pronto se mostraba abierto, coloquial y envolvente, como caía en un estado taciturno que desconcertaba. Algunos tertulianos lo achacaban de manera simplona a que por las mañanas su cuerpo estaba más descansado y su mente más ligera. Tras desayunar en la mugrienta pensión próxima al Ponte Vecchio, se sentía con energía y eso le daba carta de comunicabilidad. Pero según avanzaban las horas de la tarde, el mal humor le traicionaba y sobreponiéndose a su estado huidizo a duras penas lograba mantener la apariencia en los debates literarios y políticos de la tertulia. Los que le iban conociendo comentaban que lo que le acontecía al moravo era simplemente que no comía en forma la mayoría de los días. Para el joven escritor, trabar amistad con el pintor y su pareja del Norte vino a suponer una tabla de salvación a la corta, si bien más adelante la amistad interesada causó a todos cierta desazón. Se comunicaban por medio de un alemán hablado con diferentes giros y acentos, sorteando construcciones sintácticas duras y conjugaciones complejas, pero donde al final convergían cómoda y entrañablemente. Desde el primer momento fue una conexión circular: el escritor se interesaba por el misterio de los paisajes sombríos rasgados por la luz del pintor; éste, si bien se preocupó por alertar inmediatamente a su mujer de la presencia agobiante de un transeúnte que intervenía en el control de su obra, se dejó impresionar por la decisión y el riesgo de quien hace del viajar oficio. A la mujer a su vez le deslumbró la disciplina, el tesón literario y el buen talante conversador del curioso moravo. No se veían todos los días. El pintor decidía o no sacar su impedimenta a la calle cuando al asomarse de madrugada al balcón del hostal recibía el aire en el rostro. Era ese aspecto más cálido o más frío o más húmedo del relente en su cara el que definía si el día iba a ser propicio para pintar o no. A veces el pintor se equivocaba, decidía no pintar aunque luego la luz se mostrase espléndida para sus fines, pero al error de cálculo no le seguía el desánimo, sino que junto con su mujer, una carpeta y varios útiles, se dirigían a diferentes zonas de Florencia para visitar los monumentos, tomar apuntes o simplemente admirar las perspectivas. Este plan resultó armonioso y útil. La entrada en sus vidas de Max Winternitz les causó temor, principalmente a él, acostumbrado a trazarse en cada actitud o comportamiento una idea que debía ejecutarse sin interferencias. Pero lo que al principio daba la impresión de ser un engorro acabó proporcionando una zona expansiva y fresca en la vida de la pareja y, en este sentido, fue prontamente aceptado el moravo. Éste introducía nuevos puntos de vista en los criterios observadores del pintor y su mujer. Digamos que no sólo novedosos, sino complementarios. El ojo escrutador, retratista y capaz de fijar con intensidad y cuidado situaciones, caras y geometrías, tan desarrollado en el pintor, no era superior al del joven articulista. La vorágine de tránsitos, visitas, colaboraciones escritas, lecturas y descubrimientos experimentada por Winternitz generaba una urdimbre digna de consideración y en absoluto opuesta a la del paisajista. Ambos preservaban dos texturas volcánicas que se exhibían tranquila y discretamente. Incluso se intercambiaban. Cuando se producían erupciones no arrasaban nada ni en uno ni en otro, sino que más bien les nutrían mutuamente. Esta comunión primitiva y juvenil pudo ser una celebración más amplia y profunda, de no haber alterado la mujer la geología de los personajes, sin haberlo querido aunque tampoco evitado.
Ella recuerda ahora todo aquello, cuando contempla en silencio esta figuración de corte clásico y aparentemente convencional de los primeros tiempos del pintor. Está recogiendo un poco el estudio. Ya va para cuatro días esta vez que el pintor no aparece por la casa. Empieza a estar preocupada, pero no siente la intranquilidad de otras ocasiones. Hurgar en la obra de su marido es también registrar las estancias de su vida. Palpa en el bolsillo interior de la falda la carta de Dresde. ¿Hasta qué punto le están pesando los recuerdos del tiempo malherido?

miércoles, 7 de marzo de 2007

Arañazo


Está terminando un esbozo y se deja llevar por el cromatismo de sus pensamientos. ¿Qué fue primero? ¿La velocidad de las apetencias que sementaron su desasosiego o la habilidad de sus manos trazando signos y líneas? Sucedió hace mucho, cuando apenas el mundo surgía a su alrededor y él ni siquiera había entrado en el aprendizaje. Tantos años después se pregunta si ha avanzado. No pone en duda el movimiento que le ha llevado a vivir sumergido en una espiral hasta cansar sus ojos y oscurecer su ceño. Se ha mudado de lugar en múltiples ocasiones, ha visitado países, ha conocido escuelas importantes, ha elaborado un estilo, ha dominado técnicas, ha probado otras rutas creativas, se ha trasladado huyendo de guerras, está vinculado a una mujer. Pero ¿qué ha avanzado él más allá? ¿Habla sólo del aprovechamiento la parábola de los talentos? ¿Vivir ya es conocer? ¿Fue su primera memoria la mejor creación de sus manos? ¿Se le está escapando el mundo? ¿Es su propia obra el destino que le justifica y que le debería tornar tranquilo? Pero él no conoce la calma. Se sigue viendo con la misma inquietud de niño, y se hace preguntas como si estuviera empezando. ¿Cuántos niños habrá dentro de él? ¿Dónde hallar las respuestas? ¿Sólo en ese delgado perfil donde la luz y la sombra se enhebran mutuamente? Se siente inmensamente abatido. Mira con los antiguos ojos de la evocación aquel lejano río desde cuya orilla preguntaba. Toma un libro desvencijado. Lee un poema de Novalis, aquel que dice

Todo recuerdo
es el presente.

Ha arrojado el carboncillo entre las resmas de papel. Las araña con sus uñas ennegrecidas.

martes, 6 de marzo de 2007

(Paréntesis: Matanza en la calle Al Mutanabbi)


"Me gustaría que usted hubiera visto lo que eran los viernes, dice Shatri quebrado por el llanto. No se podía caminar. La gente y los libros colmaban la calle. La calle Al Mutanabbi es parte importante de Bagdad. La violencia ha cambiado el destino de los negocios de las calles de Bagdad. Luego en tono reverente, recita un proverbio conocido en todo el mundo árabe: El Cairo escribe, Beirut publica y Bagdad lee”.

Suena a título de novela, ciertamente. Matanza en la Calle de los Libreros de Bagdad. La imagen parece fotograma de película. El argumento recuerda a un relato de acción. Y el desarrollo de la acción se vincula a multitud de tramas. En definitiva, casi dan ganas de preguntarse: ¿hay algo tras la foto que puede estar siendo realidad? La infamia de una guerra civil que acumula miles de muertos desde que norteamericanos e ingleses invadieron Irak, apoyados por cierto siniestro personajillo español de chulería y bigote de cuyo nombre no quiero acordarme, no la convierte en menos guerra por repetirse hasta la saciedad todos los días en los medios de comunicación de masas. Para los ojos del espectador tranquilo y cómodo que observa despreocupadamente pero al que no le toca, que cree que está a salvo pero que al callar otorga, cuando la normalidad se instala el suceso deja de ser noticia.

El mito aposentado de la noticia como impacto (calidad) y urgencia (venta) se revela en nuestros tiempos más que nunca como puro mercado. Nada nuevo. Cuando la normalidad se consolida, la sensibilidad se vuelve tosca y la conciencia extravía el norte. Y sin embargo, nada permanece quieto. Simplemente con que la vida de hombres y de perros se vea arriesgada cada día, tanto por las bombas como por la escasez y por la miseria, simplemente con eso la noticia tendría que mudar moralmente su piel conceptual. La noticia está hoy día desprovista de ética. Consagrada como objeto mercantil se vende al mejor postor, se manipula y se prostituye.


La muerte en la Calle de los Libreros no es ni más ni menos valiosa que aquélla que se produce en la cola del pan, en la fila de solicitud de trabajo, en el autobús o en los hospitales. Ni es más simbólico el atentado. O tal vez sí, acaso tiene su matiz. Se mata al hombre y se mata un oficio de perdición. Los libros siguen teniendo ese matiz salvador o perdedor, según se vea, en tiempos en que corren el riesgo si no de desaparecer sí de perder influencia por mor del avasallamiento informático. La capacidad de pensamiento y el ejercicio de la memoria puede que en el futuro tengan coordenadas diferentes que las actuales, que reposan en los libros y en la lectura. Los libros y todo el mundo que gira en torno a ellos siguen siendo pecado y perdición para muchas culturas. Incluso para la nuestra, aunque aquí se muestre solapada e hipócritamente. Se sabe que en los libros se condensa también y de manera especial la naturaleza de los hombres y la ardua lucha de estos por desarrollarla o condenarse en ella. Los libros tienen mucho de testimonio y bastante de testamento.

No sé si este atentado de la Calle de los Libreros de Bagdad habrá sido especialmente simbólico o se trata simplemente de que la lógica de la guerra civil anuncia que ningún sector de la vida social iraquí debe quedar libre de la destrucción. Cuando uno recuerda las imágenes de la Biblioteca Nacional de Bagdad arrasada y la acompaña con ésta de la Calle de los Libreros, uno tiembla por el avance de la senda de los talibanes de la cultura. Ojo, esa senda también fue abierta desde Washington. Ahora bien, si los libros que se hayan podido salvar de las estanterías destruídas de las librerías de viejo de la calle Al Mutanabbi sirven para ser recogidos como testigos de la larga carrera de la vida, la esperanza permanecerá. Lo que nadie podrá evitar es que los libros se rescriban: al fin y al cabo es la eterna constante de la historia de la literatura mundial.

"De pronto sus sollozos rompen el silencio. ¿Es esto Irak? se pregunta en voz alta, señalando la calle arenosa y cubierta de basura mientras los olores a papel podrido y a cloacas se mezclan en el aire. Muchos libreros de la calle Al Mutanabbi se hacen esta pregunta. Aquí, en el centro intelectual de Bagdad, subsistían muchos custodios de la tradición literaria que sobrevivieron al imperio y al colonialismo, a las monarquías y a las dictaduras. En los primeros días de la invasión estadounidense, la calle Mutanabi palpitaba frente a la promesa de libertad. Ahora en el cuarto año de la guerra una sombra se cierne sobre el venerable pasado. Muchos de los tradicionales libreros se han visto forzados a cerrar. Otros han sido arrestados, secuestrados o asesinados o se han ido de Irak. Caminamos con nuestros ataúdes a cuestas, dice Mohammad al-Hayawi, el propietario de la librería Renacimiento, uno de los más viejos negocios dela calle. Ya no existen garantías en Irak"