"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





martes, 31 de julio de 2007

Tao de cada día



Lo disperso puede estar fijo. Lo fijo puede ser inconcreto. Lo inconcreto puede explicar.

No todo lo inmóvil permanece. No todo lo que fluye se disuelve. No todo lo que permanece garantiza. No todo lo que se disuelve calma.

Lo oscilante no es pusilánime. Lo incólume no es seguro.

La apariencia es débil. La realidad se desconoce (O la apariencia se hace fuerte en su estratagema. O lo real presume de revelación)

La fluctuación no tiene por qué ser la simulación de varios movimientos unidireccionales. El asentamiento no tiene por qué indicar paralización.

La dinámica de los opuestos con frecuencia se intercambia. El mero intercambio ya impulsa lo complementario. Lo complementario se pretende sentido. El sentido se erige en razón. La razón se torna búsqueda. La búsqueda implica ponerse nuevamente en marcha.

Nunca se sabe en qué momento algo es ya determinante y algo resulta determinado. Con frecuencia la Historia, por ejemplo, parece obvia y sin embargo su interpretación muestra las dificultades para medir los factores de incidencia en los acontecimientos. Con frecuencia la Matemática, por ejemplo, simula exactitud, donde sólo se siguen mostrando posibilismos.

Las direcciones nunca van sólo hacia adelante. No siempre son progresivas. También retornan y reinciden, generando nuevas perspectivas.


La orientación no existe en abstracto ni en objetivación. Es un sentido. El sentido tampoco es abstracto ni subjetivo. Es propiedad del sujeto. Pero el sujeto es un ser que se hace. Sólo hay proceso en él. De su orientación depende el embrión de su conciencia.

La quietud no siempre es sueño. El sueño no siempre es descanso. El descanso no siempre es abandono. El abandono no siempre es la ausencia del Yo. El Yo no siempre es el Todo.

Transcurre un reencuentro en cada paso. Hay varias improntas en cada huella. Lo mínimo refuerza siempre la capacidad de caminar.

Las manifestaciones de la vida son simbióticas. Tienen lugar por la necesidad acuciante de valerse unas de otras. Una amputación es tajante, y según donde se opere es irreversible, pero puede permitir desarrollar otras propiedades en un cuerpo. He ahí la sociedad: desgarrándose y regenerándose. La simbiosis de sus miembros indudablemente depura, pero también reconstruye.

El silencio no necesariamente es calma. La palabra no siempre es verdad.
El silencio no se califica como resignación. La palabra no se cualifica como demostración.


Se pueden recorrer cien caminos y no llegar a ninguna ciudad. Se pueden vadear mil ríos y no lograr la orilla opuesta. Se puede circundar la costa y no acabar en ninguna playa. Se pueden gastar millones de palabras en diálogos supuestos e interminables, y no llegar a entendimiento alguno.

Lo presente puede ignorarse. Lo ausente puede tenerse en cuenta.



(La fotografía del gato fue realizada en Rodas por Tanya Ruys)

lunes, 30 de julio de 2007

Al amanecer



Puede que a veces convenga. Que las cosas sean como aparentan, más que como deben ser. Al fin y al cabo dedicamos más tiempo que nada a organizar toda la trama en torno a representar la simulación. Pero ésta no tiene por qué ser un engaño. Acaso se trata solamente de un límite, de nuestros límites. Las capacidades no siempre laboran tras el corazón auténtico de las cosas. Entre otros motivos porque no sabemos llegar a ellas. O porque no existen, a pesar de que nos empeñemos en razonarlas. O porque su esencia es volcánica, y el calor tanto nos atrae como nos repele. Con frecuencia me sorprende de qué manera los objetos se mecen unos a otros. Como si fueran sujetos animados. Como si constituyeran vidas. Y en cierto modo lo son. Se encuentran, se aproximan, se estructuran, plasman una imagen que puede ser o no ser una pipa (Magritte) Pero que forman su carta de naturaleza dispuestas a romper aguas. Por qué no va a estar la vida tras un montaje. Vital para los humanos el artificio. Vital y reproductor. Todo se nos agota. Nuestros gestos faciales se quedan cortos, nuestras lágrimas cristalizan toscamente, nuestras sonrisas se llena de telarañas, nuestras miradas se abstraen hasta cerrar los párpados y nuestras voces remiten a su origen, el silencio. ¿Qué nos queda? Inventar, fingir, empeñarnos en vidas paralelas, dotar de expresión a los objetos, proporcionarlos el don de la sustitución. Desde muy antiguo, tanto el arte como la religión se han empeñado en convertirse en herramienta. En objetivar nuestra escasez. Por distintos y opuestos caminos. Con diferentes significados. Con distintas consecuencias. El arte ha proyectado el alma humana. La religión la ha castrado. La crisis de la humanidad es una contradicción. Frente al desafío de la superabundancia, la revelación de la crisis de escasez temporal. Y los individuos de por medio. Sin saberse ya si son o no una pipa (Magritte) cuando se ven reflejados en sus imitaciones, en sus desdoblamientos, en sus caracterizaciones compensatorias. El valor de lo aparente tal vez se impone sobre un valor de lo real cada vez más recóndito. O puede que sólo apartado, desaconsejado. Cuando contemplo esta imagen, me lacera un acceso de ternura. ¿Qué mano acogerá al amanecer la muñeca rota?

(Composición fotográfica de Ruth Berhard)

domingo, 29 de julio de 2007

La criatura


Mientras te disuelves sueñas con un perro negro. Que se te pone delante. Que da vueltas alrededor tuyo. Que se para y permanece fijo frente a ti. Que te contempla firme. Que está silencioso pero atento. Entreabre sus fauces pero te mira con cierta solicitud. Adviertes en su pose incluso ternura. El animal está teñido de luces y también solapado por sombras. Sospechas que más que una pesadilla podría ser una metáfora. ¿Acaso las metáforas no son sino ficciones de cada jornada? Piensas entonces que aquel ser de apariencia mórbida podría ser tu alma. Ese hálito que se escabulle cada vez más deprisa de tu nombre y de tu apellido. Que se parte también sobre las baldosas de la cocina. Que convierte en hielo tu sangre. Que vuelve rígido e inoperante tu pensamiento. Se te ocurre asimismo que aquella criatura de apariencia terrible lo es de verdad. Que se trata de la bestia demoledora de los recuerdos. Que giran helicoidalmente sin saber si llegan o se fugan. Que se muestran como el negativo de la foto de tu vida. Que se resisten a adquirir los colores que alguna vez tuvieron y que ahora se han tornado monótonos. Impersonales. Demasiado sombríos. Desde la ligereza que te da el vacío, no culpas a nadie. Todo fue como el azar posibilitó que fuera. En tu devaneo postrero insistes en que el perro puede ser un humano. La imagen de un humano. Una apariencia. Aquel ser que permaneció en la penumbra durante largos años. Que hizo de su cercanía tu propia referencia. Cierto cruce que te tocaba lateralmente, al que llegaste a desear pero nunca a poseer totalmente. Que te agobiaba en su insistencia pero al que añorabas en su apartamiento. Presientes que dejaste de hacer tantas cosas por esperar que esa sombra se materializase sobre tu vida. No lo lamentas. No te importan las dejaciones. Ni las claudicaciones. Ni las creatividades inconclusas. Ni los proyectos rotos. Ya no sientes nada. Miras el rostro pesaroso del mastín y te asustas. Ves tu propio rostro. Alargas la mano y esbozas una sonrisa que atraviesa tu sueño. Aún el celofán que te va enajenando se resiste a envolverte del todo. Aún quieres soñar.


(Sobre una fotografía del japonés Daido Moriyama)

Sangría


Es lo que pide el cuerpo en un día como hoy. Festivo. Amorosamente cálido. Sin tener que rendir cuentas a nadie. Abandonarse. Carencia de actividad. Diagonal del estío. ¿Limonada o sangria? Dos términos para un concepto análogo. Y a riesgo de no ser nada políticamente correcto, o de parecer lo que uno no es, brindo en epicúreo. Omar Jayyam el persa me proporciona su argumento en verso:

"A los labios del jarro uní ansioso mis labios
pidiéndole una ayuda para mi larga vida;
sus labios en mis labios, me dijo sigiloso:
bebe vino, que al mundo nunca más volverás."



(Pintura de Manuel Sierra)

sábado, 28 de julio de 2007

Entre dos


Evaporándose. Entre dos luces. Entre dos horas. Entre dos desesperaciones. Entre dos desencuentros. Entre dos traiciones. Entre dos abandonos. Entre dos temples. Entre dos territorios. Entre dos incapacidades. Entre dos indecisiones. Entre dos fluidos. Entre dos. La que no pudiste ser y la que no quisiste aceptar. La que no supo decir no y la que aceptó demasiado. La que no soportó amaneceres y la que no sobrevivió a las noches sin término. La que te engatusó y la que te dejó en la estacada. La que se ofreció y la que fue tomada. La que ascendió a la montaña y la que se hundió en el barranco. La solícita y la huraña. La transparente y la opaca. La hábil y la torpe. La sinuosa y la dúctil. Evaporándote. Una maraña espectral se desliza sobre tu cabeza y te envuelve. No quieres alzarte. Es demasiado tarde, piensas. Los electrodomésticos, las sillas, los armarios, el suelo embaldosado , la cocina de gas, los ventanales, las sombras que se desmarcan, las luces que se cuelan, la cubicidad que delimita el cuarto, todo, testificarán por tu ausencia. Ni una música te acompaña, maldita sea. Pasas desapercibida entre los ruidos ordinarios. Los vecinos los producen para sentirse refrendados. No hay vecino sin ruido, ni niño sin lloriqueo, ni borracho sin bronca, ni frustrado sin golpear las sillas con estrépito, ni mujer solitaria sin el televisor a todo volumen, ni chulo sin pasear nerviosamente sus botines ataconados. Y tú no emites ni un gemido elemental, ni un lamento por lo bajo, ni el golpe de una caída al intentar levantarte de la postración. El piso se llenará de un momento a otro de una nube invisible que te arrancará entre dos vidas.


(Fotografía de Sylvia Plachy, húngara)

jueves, 26 de julio de 2007

Testigo



Mientras tú escribes un pensamiento, él te copia una idea. Mientras él te sugiere una observación, tú aceptas una mirada. Siempre la necesidad de un testigo. No sabemos andar sin alguien que mira cómo lo hacemos. ¿Nos movemos para ejercitarnos? ¿Caminamos para exhibirnos? ¿Es el otro nuestra sombra? ¿Somos nosotros la urgencia de alguien que nos refrende? Tras una pregunta siempre hay otra pregunta. Las respuestas son acaso preguntas encubiertas. Cuando se revisten de gravedad constituyen un dilema. Cuando nos bloquean lo llamamos enigma. ¿Qué sería de nuestra afirmación si otros no la ratificasen? La presencia de los demás es la condición de la propia. Cuando no está claro el testigo exterior nos desdoblamos para inventar el íntimo. Ése con el cual vamos creciendo, acaso. Los personajes se multiplican. Convergen tantos cuantos reclamamos desde nuestra soledad. El acompañamiento es accidente. La soledad es sentido. Pasamos el tiempo entre juegos y circunloquios. Necesitamos reconocernos en la mirada de los otros. Aceptar o no esta mirada es otra cosa. Nos basta con que nos reclamen, de la manera más nimia que sea. Sabernos nombrados nos basta. Sabernos solicitados nos encumbra. A veces requerimos algo más. Depende de nuestra propia escucha. Desafiamos el riesgo de la asunción o del rechazo. Nos la jugamos en los dados de la imposición o de la independencia. Testificamos y a la vez resulta imprescindible que otros testifiquen por nosotros. Es un intercambio para la supervivencia. La sombra propia nos acompaña. La sombra ajena declara. A veces se entrecruzan. Incluso se mezclan con nuestra apariencia. Por la noche descansan todos nuestros testigos. Se relajan nuestras sombras. Se aplacan nuestras vigilias. En esta disolución el reflejo se pierde. Las aguas de la vacilación no reproducen sino la imagen de la luna. Tal vez el último testigo. La excusa de nuestra perplejidad.

(Jorge Molder se autofotografía y se desdobla)

martes, 24 de julio de 2007

Fucsia


Te lo he dicho mil veces. No me gustas de fucsia. Te encuentro demasiado diabólica. El color no te hace más cuerpo por eso. La mirada, sí. La mirada gana en maldad, porque tú no tienes una mirada como ésa. Enmascara los ojos que me observan furtivamente cuando tomamos tequila en el bar de Rockwell. Pero resulta. Es una pose. Los labios, con excesivo carmín. No lo necesitas para que yo te los absorba, y tú lo sabes. Son sinuosos por naturaleza, y su carnosidad me engatusa. Así, en cambio, me repelen. El cigarrillo te viene demasiado grande. Y además no sabes fumar. Ese cabo de ceniza demuestra que no disfrutas, que te da lo mismo, que no distingues un pitillo oriental de un nativo. Mejor, yo ya he fumado todo por ambos. No sé por qué este recibimiento. Me he dejado enredar en la coincidencia. Había quedado con Bill y no tenía previsto cruzarme contigo. Mucho menos subir a tu piso. Si me has querido sorprender, bien, lo has hecho. Pero no me gusta. Demasiado irreal, es como si me estuvieras pidiendo que te tratara de otra manera. Y a lo mejor lo hago. E incluso tire de cartera, aunque no sé si entonces te parecerá que he llegado demasiado lejos. Estoy preparado para que me abofetees. De cualquier manera lo hubiera intentado, aunque te mostraras en tus modos habituales. No te entra en la cabeza que las cosas hay que trabajarlas con la imaginación. Que no es necesario ningún aderezo, que los disfraces se ponen sobre la marcha, que basta confiar en la calidez de las palabras. Pero tal vez no es suficiente este punto de vista. Resulta demasiado académico, ¿verdad? Y en la pasión, lo académico acaba aburriendo. Y lo monótono, agotando las posibilidades. Puede que no lo hayamos intentado nunca con excesivo fervor. Hemos sido demasiado elementales en nuestros encuentros. Ahora observo la desviación forzada de tus cabellos. Si te los recoges y los dejas caer hacia un lado con objeto de sugerir una lascivia de cartón piedra, te diré que no era necesario. Demasiada tramoya. No sé si quieres ponerte o quitarte años. De verdad que no adivino tus intenciones. Suena a provocación, a que tal vez empieces a estar harta de mi y quieras desdoblarte para que yo me irrite y me pierda. Me conoces lo suficiente como para adivinar que me iba a disgustar, y sin embargo lo has intentado. No sé si hay algo oculto en tus intenciones. Probablemente. Ni por qué buscas una trasgresión. Y sin embargo no puedo dejar de contemplarte absorto mientras recorres la habitación ejecutando movimientos incesantes y pringándote de más color. La luz poderosa del neón de la fachada de al lado se funde en tu menudencia. Pero consigues que me aligere en mi gravedad. Creo que lo tomaré como un juego. Si intento atraerte a mis consabidos razonamientos me dirás: mira el viejo este, siempre con la misma retórica. Y eso me molesta enormemente. Que taches de retóricas mis sugerencias. Reconozco que me partes la seguridad. No la que debería mostrar contigo, sino la que creía consolidada dentro de mi. Y llegado a esta situación, me pensaré si dejo que me la rompas. Tú propones una representación en toda regla. De acuerdo. Admito el reto, acepto la sorpresa. No tengo nada que perder. Es como actuar, como volver a aquellas comedias que preparábamos cada año los chicos del instituto de la calle 49. La mayoría no concluían en su escenificación, pero prepararlas nos divertía. Te miraré fijamente durante un rato, mientras bailoteas a tu aire el ritmo de un blues de fusión. Te miraré inmóvil, hasta que sienta cómo me atrapa la forma de tu rostro. Tan pronunciado. Ese cruce aparentemente anodino de geometrías ovaladas. Una que desciende y la horizontal que forma la línea dura de tus facciones almendradas. Ya estás consiguiendo que te atraviese con otra visión. ¿Es lo que buscabas? Conozco tu cuerpo de apariencia púber palmo a palmo, pero ahora mismo me parece nuevo, proyectado. Si al llevar tus manos hacia la nuca te pretendes Sherezade, llevas camino. Todo es que yo me lo crea. Todo es que esta historia de ritmo y de miradas y de colores que inundan tu cuarto cautive al espectador. Una oleada de calor fucsia entreabre mi boca.

(Richard Kern fotografió a la chica)

lunes, 23 de julio de 2007

Caracol






Expectantes. ¿Qué les han prometido? De momento, el bocadillo. Dulce de membrillo, acaso una onza de chocolate. ¿Sólo? Acabar la clase antes. Un paseo. Premio al que se porte mejor. Un día festivo. De países lejanos vendrán unos señores llenos de aventuras que les hablarán de...Espera tensa y contenida.







¿Suben o bajan? El segundo plano acecha. La sesión de cine ha comenzado. Los nervios, es decir, las piernas, bajo las sillas. Silencio, se mira. Uno sabe de qué va, ya la ha visto. Otro amenaza con contar el final. Todos se rebelan. Mutismo. El principio es emocionante. Si las válvulas del viejo proyector no fallan, la película promete. Suena rancia la música, pero sólo es el sonido defectuoso. Va de miedo. De intriga, comenta el sabeloto. La niebla nocturna de Londres invade las calles en las primeras escenas. Sobrecogidos.





Los protagonistas del film miran a los niños. Les ven tan preocupados, cubriendo sus flequillos de angustia, que están tentados a cambiar el guión sobre la marcha. Pero el territorio del celuloide es una tiranía de la que no se puede escapar. O sí. - Yo tengo un trozo de la película. - Pues yo una escena de cuando el asesino...La de gafas: yo un fotograma de cuando Tyrone Power y la reina se besan. - Pero no es de ésta. - Pero la tengo. Y así la película, arañada, rasgada, desvencijada, avanza a saltos sin dejar claro el por qué mata ahora el hombre embozado y cuándo la policía descubre lo que no puede descubrir. Pero la emoción no baja grados.



Al acabar no advierten lo que les viene encima. Siguen dramáticamente atentos. Lo que les están contando cada día es rectilíneo. Pero ellos no saben que lo recto no existe. ¿Lo intuyen? Sin quererlo, se hallan sumergidos en un viaje helicoidal. De lejanos países vinieron unos hombres y les embarcaron en... ¿O fue un enorme caracol quien los arrebató? Ellos esperan. No mudan sus rostros en sonrisas de ejecutivos. Esperan tiempos mejores. Los de Paraíso reprimen las primeras sonrisas zafias. De un momento a otro no podrán más.


(Ah, la(s) foto(s), de Martine Franck)

domingo, 22 de julio de 2007

Dispersándose


Y entonces fue la dispersión. El mismo viento soplaba en distintos sentidos. ¿O acaso eran muchos vientos desde distintos vértices? Las raíces tiraban desde posiciones contrapuestas. Los troncos se desgajaban de la tierra. El ramaje se sentía tan fecundo como para ensayar su dinámica de vuelo. No se sabe cómo fue, pero el paisaje estalló plural desde el origen. Y luego, el aprendizaje. Después, la prueba. Y más tarde, la tentación del paraíso. Y al fin y al cabo, la necesidad imponiéndose. La extraña y maldita dispersión. El arrojamiento sugerido por la sangre. La asombrosa diáspora del polen. La incomprendida apuesta por los seres que se lleva dentro. El sentido de las propias claves. Sobre la colina pelada, los árboles se hacen viejos. Parecen cimbrearse con dificultad. ¿Se recogen o se hunden? Un arco de madera y follaje completa la danza. No son tan enormes. No son tan seguros. Perseveran bajo el sol. Simplemente. Tienden la redonda mano de sus copas a la luna. Un signo. No es el flujo caprichoso del aire el que les zarandea. Son sus preguntas, sus ansias. Campean vehementes, desafiando el ciclo de las estaciones. Al caer la tarde, se alzan pausadamente, pero decididos. Nadie los ve, pero son ellos quienes dibujan los deseos. Nadie los oye, pero son ellos los que agitan los sueños.

(Y la foto también es de John Wimberley)

sábado, 21 de julio de 2007

Luna


Te sientes luna. Hoy toca renovarse. Recibir la luz desde atrás. Adornar el cuello y los hombros con una epidermis de seda. Tu perfil se va abriendo en un giro parsimonioso. Casi imperceptible. El brillo de unos ojos expectantes. Las pestañas al pairo. El contorno lejano de la nariz. La convexidad de los labios. El cabo del mentón desafiando el vacío. La mandíbula, en la frontera de la debilidad. Toda una costa diáfana que se dibuja en tu actitud serena. Una inmensa zona negra sugiere la superficie que se niega a ser iluminada. El tocado de luto que recoge el cabello recorta la península de tu cráneo. Sales de algún lienzo antiguo. Los colores se prolongan abriendo el abanico de un mismo tono. Una mano larga perfila los retoques finales. El autor se extravía en el anonimato. Posas para observadores tranquilos. O para mirones deslumbrados. Acaso sólo rotas para contemplarte la mirada triste en el espejo del crepúsculo. Te abstraes. La noche es larga. La claridad puede bañar toda tu espalda. Vigilas. Preservas la imagen. Adivinas las palabras apagadas. Alimentas tu calma. Tu reino es tu afirmación. Esperas. Como Dánae.

jueves, 19 de julio de 2007

De camino


A veces la ciudad es una sombra. Los tranvías son como el encendido de un cigarrillo. Luminosos pero fugaces. Pasa el que va para la 92, justo de donde yo vengo. Saco un Farways y me lo pongo en los labios. La humedad desmoviliza a hacerlo, preferiría esperar a llegar a la calle 55, entrar donde Rockwell, encontrarme con Bill y pedir una copa. Preferiría. Me lo pienso por un momento, más por vagancia que por otra cosa. Además no apetece sacar las manos de la gabardina. Así que dejo el cilindro dentro del paquete, me rindo por una vez. No me sienta mal respirar el aire por respirar. Es como los que toman sesiones de oxígeno, pero esto sale más barato. La lluvia ha limpiado el ambiente, y le dan ganas a uno de embriagarse con el ozono. Mientras avanzo, pienso en mis tareas del matadero. Empiezan a cansarme. Es menos incómodo que descargar desde una grúa la chatarra de aquel desguace donde trabajé antes, bajarse, enderezar toda la metalurgia desfigurada, volver a subir a la grúa, vaciar la carga de golpe pero a la vez situarla ordenadamente. Demasiadas labores, haga frío o calor, demasiado ruido, demasiado rechinar. Tenía ya los oídos desgastados y las mandíbulas desencajadas por el efecto de los roces chirriantes. Y dominaba el color gris. No sé por qué, pero entrara lo que entrara en aquel cementerio de deshecho, todo se tornaba gris, y ya podía hacer sol o salir el arcoiris, y ya podía ser el amanecer o el crepúsculo, que una nube parda cubría el espacio. Hasta mis ojos se volvían más turbios. Algunos amigos me decían que incluso la mirada la tenía más descolorida. Entonces fue cuando aquella mañana, tras una resaca de órdago, me miré al espejo como si me estuviera mirando la novia más pura que hubiera tenido en mi juventud. Me costaba reconocerme. Mis ojos adquirían una forma cúbica, descolocada, y se situaban a distinto nivel. No había tonalidad en ellos, ni brillo, ni pigmentación, sino que formaban una especie de duplicidad geométrica cubierta de una película opaca. Me asusté mucho ante el espejo. Pensé en el efecto de la noche sobre mi cuerpo, pero al día siguiente y al otro comprobé que seguían igual. Era una desocularización a marchas forzadas la que tenía lugar en mis ojos. En el fondo estaba deseando una especie de revelación como la que cuento para abandonar aquella tarea. Entrar en el matadero supuso un cambio tajante con lo anterior. Durante un tiempo, bien por la novedad, bien por el aprendizaje, me sentí a gusto. Y eso que no se trataba precisamente de una actividad quirúrgica. Degollar cerdos, abrir en canal vacas, descuartizar conejos era un trabajo lleno de colorido. Nada que objetar en ese sentido. Las riadas de sangre que corrían por los canales del piso me recordaban algunos vinos que mi primo Pierce me había traído en cierta ocasión de California. Vino y sangre estaban vinculados por el color, pero también por la textura líquida. Incluso por el olor agrio y esa acidez que se convierte en vapor. Además no podía quitarme de la cabeza aquel simbolismo que sucesivamente aparecía en diversas historias bíblicas. Incluso un acontecimiento relevante de los Evangelios vinculaba el sacrificio del hombre con el vino, y sublimaba a éste a través de la exaltación de una muerte concebida para redimir a los que lo desearan. Si aquello tuvo lugar o no, no lo sé. He comprobado durante todos estos años que la vida está repleta de cuentos y fábulas y de imaginaciones varias, y que todo consiste en repetir ciertas historias o al menos ciertas frases, sobre todo en el momento adecuado y ante un público entregado. Es verdad que los ganchos que colgaban de las grandes vigas que se desplazaban por las alturas me recordaban algo al cementerio de morralla que había dejado. Demasiados garfios por todas partes, demasiadas herramientas afiladas, demasiados cadáveres bocabajo, demasiado vino, quiero decir sangre, derramada por todas partes. Las mangueras a presión trataban de desalojar aquella fábrica de tintes naturales, pero la actividad no cesaba. Se limpiaba más por efectos higiénicos y porque la visión de los animales exterminados estuviera siempre a salvo que por borrar las huellas de la matanza. Porque no se pueden borrar huellas cuando éstas son el ser mismo, el peso que las dibuja, el volumen que las traza. Si llevo ya una temporada en el matadero es porque desde el primer momento no quise ver las cosas sentimentalmente. A veces me tienta proyectar mi mirada como sobre una película de Tom y Jerry. Pero el ejercicio lo veo exclusivamente a través de mi propio esfuerzo. He pensado que, en cierto modo, sigo desarrollando mi actividad anterior, y eso es lo que me hace resistir. Y gracias a ver la masa como algo puramente físico, incluso bestialmente material, y a que me pagan mejor, para qué engañarme, es por lo que perduro. Y a pesar de todo esto, no sé por qué, pero empiezo a sentirme cansado. Un desaliento difícil de situar, una sensación de que me aburro, de que llevo camino de eclipsarme nuevamente. De que acaso una mañana volveré a mirarme al espejo y encontraré mi mirada disuelta, y los ojos esparcidos por el pavimento y un denso fluido rojizo rebosando los párpados, como si me estuviera devorando el sol.


(La fotografía es de Francesca Vergnano)

miércoles, 18 de julio de 2007

30 monedas, 660 millones $





El relato mítico denominado Evangelio (en cualquier versión de las cuatro) habla de que el protagonista, un tal Emanuel, también Jesús, apodado Maestro, apodado Mesías, apodado Redentor, apodado Cristo, fue traicionado por uno de sus seguidores, por cierto, de máxima confianza, por treinta monedas de plata.

¿Quién ha sido traicionado por el Judas de hoy, encarnado en la Archidiócesis de Los Ángeles, California, a cambio de más de 660 millones de dólares? Porque esto es lo que ha aceptado pagar dicho órgano de la Iglesia Católica, para que no se oyeran públicamente en un juicio los testimonios sobre las 508 demandas de abusos sexuales cometidos por eclesiásticos hace más de treinta años.

Se paga para que no salga a relucir la verdad. Paradojas. ¿No nos iba a hacer libres la Verdad del mensaje evangélico?

Se paga para disimular la quiebra de credibilidad de una Iglesia que se basa precisamente en la Fe como la sublime creencia.

Se paga para que la información en todas sus dimensiones se oculte y se hurte una vez más a los ciudadanos, que son los que tiene el derecho a saber.

Se paga para que la justicia humana, en la que no quieren creer cuando les afecta, no les toque, porque en su elevada soberbia y en su presuntuosa vanidad no podrían soportarlo.

Se paga para lavar responsabilidades a lo Pilatos (¿recuerdan a aquel gobernador romano, eximiéndose de su incumbencia?), y se rehuyepor parte del Episcopado los actos de contrición públicos. ¿Quién osa pedir clarificación y exigir reconocimiento a la Iglesia de las culpas de sus propios ministros?

Se paga para acallar sus actos de la violación de la moralidad, ellos que tanto predican contra las conductas de los ciudadanos libres.

¿Qué más decir? ¿Echamos mano del relato de Mateo, recaudador de tributos, a propósito del escándalo? Dice que dijo en cierta ocasión un Jesucristo colérico: “Al que escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen en mi, más le valdría que le ataran al cuello una piedra de molino y lo tiraran al mar. ¡Ay del mundo por los escándalos! Es inevitable que haya escándalos; pero ¡hay del hombre por el que venga el escándalo!”

Por lo demás, este libelo malintencionado y demagógico que escribo porque me apetece, sólo trata de aportar un punto de reflexión sobre el mundo de los predicadores y de la falsa ética que les acompaña. Lo cierto es que no es necesario comentar mucho más. Por sus obras los conoceréis, dicen que dijo aquel profeta ya citado, desterrado a los confines de la eternidad para beneficio de las castas surgidas en su nombre. Y está claro que la actitud del Arzobispo de Los Ángeles, California, USA, pagando por el silencio y la ocultación de la verdad es una obra redonda. Diríamos, más bien, que un negocio a la larga redondo.





(Arriba, fotomontaje de Ivan Cap; abajo, fotografía de Richard Mahony, cardenal arzobispo de Los Ángeles)

martes, 17 de julio de 2007

Descendimiento


Si desciendes, arrastras tras de ti el aire. La densidad se abre bajo tus pies. No acabas de pisar la materialidad. No vislumbras un suelo donde aposentarte. Envuelves en gasa tu energía. La misma que te hace caminar sobre el viento. Un paso de baile sobre la nada. Las vetas de mármol hacen aguas mientras dibujan tu caída. Tanta claridad irrumpe en diagonal sobre las zonas obscuras del territorio que estás a punto de invadir. Nunca unos pies se mostraron tan hermosos sino al ejecutar ese movimiento. Ese punto decidido que transforma lo endeble en base. Una disputa donde la liviandad no quiere abandonarse del todo. Puede ser el vestido lo que contiene el aterrizaje. Pueden ser las nubes que desatan una ligereza que antes no pudiste comprobar. Mientras tu viaje por los cielos ahuyentó la ansiedad que te alejó de la tierra. No se vive sólo de la contemplación, como si el objeto de la visión resultara ajeno. No se vive mejor por rehuir la medida que toca y transforma las asperezas de lo cotidiano. Tu bajada traza una descripción bella precisamente porque se aproxima nuevamente al origen. Estás cerrando un círculo que creció en un horizonte antiguo y esperanzador, donde buscar era una curiosidad primero, una exigencia después, una obsesión mucho más tarde. El punto de partida te recibe, sin que tú lo reconozcas. No es el mismo. Nunca nada permanece sino en la memoria que arrastramos. Las magnitudes de los años de aprendizaje se minimizan en la vida física. Sólo la memoria las mantiene intocadas, capaces de hacer percibir lo experimentado en los rincones más lejanos de nuestro tiempo. Vas descendiendo, atravesando las fronteras del claroscuro. Donde mejor te vas a sentir. Donde tus pies recibirán el beso de los elementos. Se mojarán y se encogerán de frío, se resecarán y se dilatarán por el sol. Unas caricias para que te compruebes netamente humana. Y si no te encuentras, sabes muy bien que tus pies está hechos de la materia más especial para reemprender el vuelo.


(John Wimberley fotografía al ángel en descenso)

lunes, 16 de julio de 2007

La sirena


Te deslizas. Y la luz es líquida. Y tu cuerpo, un resplandor sorteando las orillas. Asciendes, y tus manos, como leves aletas, tornan más grácil tu vuelo oceánico. Los nudos de la red se disuelven a tu paso. Los escualos te hacen un hueco para que transcurras pura por su territorio. Las algas adornan la senda de lluvia por la que te escurres casi invisible. Millones de huellas anónimas emergen para revelarte un nombre. Siempre te gustaron las escrituras de arena. Y las geometrías que se llevaba la marea. Y los besos que perecían en el atardecer. Surcas tu propia contracorriente. No hay en ti extrañeza alguna. Aligeras tu cansancio embutiéndote en la piel de los viejos saurios que comparten dos mundos. Invocas el misterio que deseas luminoso, acaso implorando nuevos aprendizajes. Resistes, observando pausadamente. No te agotas en el ejercicio, sino que temes escorarte por la melancolía. Esa obscura tentativa de deserción que a veces nos invade. Esa llamada a la intemporalidad imposible. Es bella tu fragilidad. Es poderoso el empuje de tu timón, orientando un viaje indescifrado. Es asombroso el ritmo que, imperceptiblemente, fortalece la conquista de tu navegación sinuosa pero firme. Mantienes bajo control un suspiro latente que sólo quien se esfuerza sabe renovarlo sin que le haga mella. Flotas. Caminas en tu preciada ingravidez. Como el primer día que ocupaste tu espacio de silencios. Como la primera noche que desalojaste de lágrimas tu pecho.


(La sirena, captada por la fotografía de John Wimberley)

domingo, 15 de julio de 2007

Mirada atrás


Al amanecer tomo la dirección que se aleja de la ciudad. El aire trae olor a lluvia. Puede ser la respuesta a una noche sin estrellas. A mis espaldas abandono ilusiones y tal vez una oportunidad. O dos. He cambiado oportunidad por posibilidades. De entrada, el cambio es desigual. Acaso funesto. Las posibilidades son más etéreas, más improbables, si se permite la licencia. La oportunidad toca lo concreto, casi es lo concreto. Estaba al alcance de la mano. Mis amigos de atrás lo comentarán. Ha despreciado la fortuna, dirán. No sabe lo que quiere, censurarán. Los pinos se despliegan a mi paso, sin advertir mi riesgo. La ciudad estaba plagada de ocasiones donde asentar una larga y próspera vivencia. O varias. Demasiada repetición, excesivas obligaciones, escasas novedades. Cuando creía que surgía un aprendizaje, ya me sentía avezado. Cuando pretendía consolidar una amistad, ésta se manifestaba puro interés. Cuando me deslumbraba una querencia, la tal se revelaba acostumbramiento. La cosa pública dejó de interesarme en cuanto me di cuenta de que lo público se reducía a las maniobras de las castas. Cuando mostré intenciones de acceder a ella me cercaron para que me definiera. La cosa pública no admite advenedizos que piensen por sí mismos, y mucho menos disidentes natos. Mi obsesión por el urbanismo empezó a quebrar cuando percibí que los cánones pasaban porque éste tenía que transformarse en monumentalidad. Y a continuación en exaltaciones y memorias imperecederas a los rectores de la patria. Más tarde, me aparté de los gabinetes que diseñan la ciudad porque veía demasiado afán por la ganancia fácil, en detrimento del pensamiento que debía acompañar el mismo diseño. Al principio frecuentaba el foro y los debates y tertulias que se animaban en las casas de algunos patricios ilustrados. La presencia de innumerables ciudadanos, el ardor en la defensa de sus criterios y los planteamientos variados y argumentados, que tanto me entusiasmó en una primera época, dejaron de seducirme cuando comprobé que tanto en el fondo como en la forma aquello era algo excluyente para otras partes de la población, cuyo status distaba de ser reconocido. Siempre defendí la necesidad de una política tributaria razonable y bien enfocada, que revirtiera en las obras públicas y en las mejoras colectivas. Sin embargo, el ansia de una recaudación que esquilmaba a los menos favorecidos y que iba dirigida al mantenimiento de campañas militares de dudosa eficacia en lejanos confines, acabó por desesperanzarme. Mi fe en la magistratura la defendí con muestras palpables de interés y de apoyo. Cuando tuve conocimiento de la larga cadena de sobornos, que amenazaban con socavar el propio sentido republicano, empecé a tocar fondo. Y, no obstante, todo esto podría haberlo disculpado, o simplemente haber hecho la vista gorda, dejándome llevar buenamente y viviendo mi vida. Fue cuando conocí la persecución de que estaba siendo objeto mi amigo Flavio, cuyas narraciones satirizando el momento social y denunciando las corruptelas de los patricios más conspicuos y conservadores resultaban molestas y difíciles de digerir por estos, cuando decidí que esta ciudad, esta metrópoli madre de todas las metrópolis, se me estaba quedando pequeña para mi sensibilidad. Hoy parto con las escasas luces del alba, con poco equipaje y con una gran pesadumbre por no haber sabido mantener lo que se me ofrecía. Mis amigos, mis amantes, mis colaboradores y vecinos, si han sabido captarme y percibir mi susceptibilidad fundada, me comprenderán. Espero haber dejado en ellos un grato recuerdo. Deben entender ahora que soy un hombre de búsquedas y no de asentamiento fácil. Mis hados son diferentes a los suyos, pero creo sinceramente que me protegerán, de la misma manera que deseo que, a pesar de todas las turbulencias, ellos se sientan protegidos.


(La Via es fotografiada por Rolfe Horn)

Aquella fiesta


¿Cuántas hierbas y hierbajos habrán crecido bajo el banco desde el tiempo de la foto? ¿Era entonces la infancia una fiesta? Las arrugas que surcan la fotografía, ¿se habrán trasladado a sus rostros? En la mirada de los niños, ¿está ya la expectación de los años maduros? ¿Qué rayo habrá atravesado sus cuerpos cincuenta y tantos años más tarde? ¿Qué afanes les habrá elevado? ¿Qué desasosiegos les habrá carcomido el alma? ¿Seguirán atentos a un horizonte que les fije? ¿Se seguirán mirando a los ojos cuando se hallen cara a cara? ¿Habrá herido sus vidas el desencuentro? ¿Cuántos nombres y cuántos olvidos supurarán sus pieles? ¿Bajo cuántos candados encerrarán sus inocencias? ¿Habrán extraviado el aliento de las ilusiones por el camino? ¿Rememorarán los placeres del recuerdo? ¿Contabilizarán el tiempo que obra ya contrarreloj en sus vidas? ¿De qué color serán ahora sus cabellos? ¿Qué tristeza hundirá sus ojos en este momento? ¿Mantendrán aún la flexibilidad de los juncos de aquel tiempo? Los risueños, ¿seguirán risueños? Los de mirada torva, ¿la tendrán más afilada? ¿A cuántos habrán recibido y adjuntado en su marcha de estos años veloces? ¿Dónde colocaríamos ahora la cámara para el retrato? ¿Quién hace la foto? ¿Quién quiere verse en ella?

sábado, 14 de julio de 2007

Piedras




Canta Omar Jayyam, el persa:

Ya que no es cuanto existe sino viento en la mano,
ya que hay en cuanto existe defectos y fracasos,
supón que cuanto no existe en el mundo, existe,
cree que cuanto existe en el mundo, no existe.


Bajo el asfalto de mi calle siguen estando los adoquines. Yo los conocí de pequeño. Y más abajo, el aluvión de cantos rodados que durante millones de años se fueron sedimentando. Todo es verdad, y sin embargo nada se manifiesta como tal. Lo aparente es lo que se da como bueno. Lo oculto es lo que no existe, lo que no se reconoce. Y está ahí. Antiguas vías romanas esconderán caminos de tierra ahítos de pisadas desconcertadas. Actuales calles con modernos materiales para que los neumáticos se deslicen mejor sumergen las huellas invisibles de otros pobladores. Cada vida se desdobla, a lo largo de su propio tiempo y de su propio territorio. Cada vida se impone a otras que no se admiten ya. Y sin embargo, no siempre se entierra el pasado. Tiene una largo mano, en ocasiones. Como tampoco siempre se acepta lo vivido al día, sobre todo cuando se ahorca en la insatisfacción. Se impone deslizar nuestra existencia como cantos rodados. La humildad de vivir sin estar seguros de qué edificios se levantarán sobre nuestros sentidos. Siendo piedras cuya forma y densidad es modificada por el viento.

(Fotografía de Rolfe Horn)

jueves, 12 de julio de 2007

Violoncello


Leyendo a Alejandra Pizarnik en sus Diarios: “Aprender a tocar los objetos, acariciarlos como quien conoce largamente sus secretos”. Nuestras manos están ocupadas habitualmente, y así peinan, escriben, planchan, sujetan cazuelas, abren ventanas, manejan un volante...A fuerza de repetir actos cotidianos, estos se vuelven mecánicos. Son necesarios pero los damos por hecho. Nos hacen. Más que nos dicen. Y casi los ignoramos. Nuestras manos se van con frecuencia tras los objetos no habituales, pero que son imprescindibles Cuando tomamos una cosa guardada en un cajón, arrinconada en un armario, reposada en una estantería nuestro ser adquiere otra actitud. De momento se queda pensativo nuestro ser. Luego damos vuelta al objeto, lo cambiamos de posición, lo miramos de mil maneras. Nuestro pensamiento se evade. Se retrotrae al territorio de la memoria. Y ahí, la caricia empieza a doler. Y ahí una finísima lámina de recuerdos se activa y nos lastima. A veces nos apresuramos a abandonar la cosa. A veces la rescatamos y la incorporamos de nuevo a nuestra vida, como un talismán. A veces la arrojamos despiadadamente: encerrando el objeto creemos clausurar el recuerdo que nos sangra. Puede que haya objetos donde se fusiona todo. Pasado y presente. Actividad práctica y deleite. Conocimiento y amor. Tocar un violonchelo, por ejemplo. Sentirse despojada de lo superfluo. Sublimar el nexo con el instrumento. Pretender que olvido y memoria suenen a Brahms o Prokófiev. Exorcismo de los objetos.

miércoles, 11 de julio de 2007

Conjurados



En el santuario de Egina me salió al encuentro una vestal. No es común. Otro funcionario debería haberme atendido. Sin embargo la vestal debía estar avisada. No sé por qué. Mi intención sólo era cumplir con la ofrenda. Una antigua deuda que no debía descuidar. Una lejana promesa pendiente a causa de unos favores por los que me fue dada la satisfacción. Llegué al atardecer, cuando la bruma cubría ya la costa del golfo Sarónico. El romero perfumaba las lindes del camino que conduce al conjunto de edificios que rodean el templo. Unos pastores encerraban sus hatajos en los apriscos de la hondonada. En algunas ventanas se observaban aún las débiles luces de las lucernas, símbolo del recogimiento de la jornada. No era mi intención acceder a la pronaos, sino simplemente arrodillarme en la distancia, contemplar la hermosura de la hilera de columnas que rodean la nave y aplazar mi devoción para el día siguiente. Las chicharras recitaban con sus cantos la grandiosidad de la noche de luna nueva. Toda actividad humana parecía haber cesado ya. Algún aislado cuchicheo que se iba apagando. Apenas el movimiento delicado de los arbustos al ritmo de la brisa que llegaba desde el padre Egeo. La obscuridad dificultaba mis últimos pasos. Busqué precipitadamente en los alrededores algún chamizo de pastores donde reposar del cansancio. Sin embargo, una sombra blanquecina surgió desde el fondo de la avenida que conducía al templo. Como un mástil ondulante se desplazaba hasta donde yo me encontraba. La seda de lo que fui percibiendo como un vestido formado por pliegues extraordinarios se agitaba por efecto de los vientos etisii, menos amainados de lo que de ordinario suelen estar al anochecer en esta época del año. Cuando estuvo ante mi, cubierta y ceñida de pies a cabeza, me habló. No temas. Soy la koré que te estaba esperando. Nadie sabe que estoy aquí. Me está prohibido abandonar las dependencias donde las doncellas pasamos la existencia honrando al dios. Arriesgo mi vida al salir a tu encuentro, pero la arriesgo de igual manera dedicando mi cuerpo y mi ser a una entrega irrelevante e insatisfactoria. Otras korai creen más que yo en la misión del servicio a la divinidad. Algunas, las menos, también dudan y sufren por ello. Todos piensan que somos vírgenes de por vida, que ese sacrificio es el precio y también la vanagloria por ensalzar la memoria de los demiurgos para los que mantenemos encendida permanentemente la llama de la cella. Pero los funcionarios de la casta que dirigen las normas y los rituales deciden por su cuenta, nos acosan y nos poseen con frecuencia, en contra de nuestra voluntad y en contra de las leyes y preceptos de la religión. Nuestra existencia es gris, nuestra perspectiva de vida dudosa, nuestra fe quebradiza. La escuchaba arrebatado y con una extrañeza que me confundía. Su voz era afable y su temple sereno. Demasiado irreal para ser auténtico. ¿Sería producto de mi agotamiento? ¿Estaba siendo víctima de una visión desmesurada y transgresora? Mi sorpresa sólo deparaba preguntas. Pero, ¿por qué he sido yo el escogido para esta turbulencia? ¿Sabías que iba a llegar? ¿Acaso alguien te ha hablado de mi? Te han debido informar mal. No soy ningún pudiente. Ni tengo bienes ni oficio, y no comercio ni guerreo ni pirateo. Fui antes un ilote, cuya liberación ha sido el objetivo más grandioso que he podido conseguir. Y por cuya razón vengo modestamente a agradecer al dios su mediación por el favor concedido. El largo camino recorrido en esta peregrinación me ha hecho reconsiderar el camino anterior. Todo lo que sé lo aprendí como esclavo. He visto los vicios de los propietarios, las ambiciones de los nobles, las violencias sobre los humildes, el desprecio con los desposeídos. Sólo ansiaba mi libertad. Sentirme aéreo y sin ataduras. Otro viejo ilote, Zenón de Naxos, me enseñó las artes del pensamiento y de la palabra. Ése es todo mi bagaje y con el cual quiero subsistir y tras el cual quiero edificar mi propia mansión donde refugiarme de una existencia inicua y desordenada. La koré se acercó todo lo más que pudo hasta mi cuerpo. Apartó su velo, desarboló hacia atrás sus cabellos con un movimiento circular de su esbelto cuello, elevó su rostro que advertí luminoso y sosegado. Esta vestal bellísima estaba poniendo a prueba no sólo mi decisión vital sino que hacía peligrar mi condición de hombre sin servidumbre. Pero ella se mostraba segura. Había decidido también liberarse de una posición vendida, aun a riesgo de todo. Nadie me dijo de tu llegada. Los hombres no son los mejores informadores, al menos para una mujer cuyo sentido oscila entre la entrega al dios y la comunicación preservada con la naturaleza. Hace tiempo que el dios no me dice ya nada. Pero las estaciones me muestran los ciclos de la posibilidad, los vientos me susurran, los cambios de luz del orto y del ocaso me iluminan, los pájaros me alivian con sus melodías. Pero sólo un sueño me puso sobre aviso de tu venida. Presentía que no me iba a equivocar. Tal vez ambos nos hemos estado buscando desde nuestros conflictos y en medio de nuestras rebeldías. Éste es el momento de decidir. La vestal tomó entonces mi mano, me sacó del camino, descendimos a una vaguada donde se asentaba una vasta extensión de adelfas florecidas. Nos dormimos cara a cara, después de haber decidido partir de aquel territorio al amanecer. Aunque ambos traicionáramos nuestros respectivos juramentos.


(Fotografía de Ruth Berhard)

martes, 10 de julio de 2007

Magdalena





Se sabe impura. ¿Quién no? ¿Es impura porque se ha entregado? No, más bien, porque no ha hallado satisfacción. La pureza vale mientras se permanece incólume. Mientras el individuo no prueba, es decir, mientras no arriesga sus capacidades, todo permanece dentro de él en un terreno de expectativas y preservación sagradas. Pero eso es fácil. Es lo irreal, y en esa geografía de dictadura de la renuncia el ser nunca es. La cuestión reside en lo que acontece cuando las exigencias que nacen paralelas no propician el arranque. Y por lo tanto no se percibe el conocimiento. Y sin conocimiento no se toca el sentido que tiene dentro de uno el valor que sólo se obtiene por lo percibido, por lo experimentado. Los humanos se sienten impelidos por la necesidad. Se dice en singular, pero se manifiesta en plural. Tal es el rostro del hombre. Múltiple, complejo, correoso. Infinito en su extensión. Inagotable en sus límites. Contradictorio en sus aspiraciones. Frustrante en sus tentativas. Pero irredento. Lo maldito -lo impuro- es el juego de contenciones, autocondenas, indecisiones y dudas que lo acorralan de ordinario. Los mitos hablaron. Quisieron comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, proclamó uno de los mitos de más éxito, es decir, quieren conocer ilimitadamente. Quisieron ser como dioses, dijo otro, pero si Prometeo no hubiera robado el fuego, a pesar de sus consecuencias, ¿dónde estaría la humanidad? Probar es arriesgar en esta especie nuestra. Comprobar certifica una verdad que siempre se está construyendo. Comprender la vida como procesos, no como estructuras rígidas. Porque la vida ofrece esa impureza que nos libera un poco más. No hay más reino que conquistar que nuestro descubrimiento interior, tal vez. Y por qué hay que proponerse un reino. Pero ni siquiera esta aceptación individual puede ser certera sin fomentar un encuentro que la evolución de la cultura y de la coincidencia en las necesidades reclama para ese conjunto que llamamos Humanidad. Lo categórico, lo legitimado, lo convenido, lo doctrinario...¿todo eso supone verdad? ¿O sólo son recursos temporales para la subsistencia, por una parte, y para la consolidación de los dominios de las castas, por el otro? Viejo dilema. Deshacerse del pensamiento superfluo y viajar con escaso bagaje, a lo Machado, puede ser una clave. Se sabe impura. El tránsito de la vida se lo manifiesta, pero eso la confirma en su integridad. Bienaventurados los impuros, porque de ellos será la búsqueda que les dé sentido vivir.

Recuerdo una robaí, esa estrofa de cuatro versos que Omar Jayyam, el matemático, filósofo y poeta persa escribió en la primera década del siglo XII:

“¿Hasta cuándo mezquitas, ritos, templos del fuego?
¿Hasta cuándo hablarán de infierno y paraíso?
Mira que en su tablilla el dueño del destino
escribió en un principio cuanto habría de ser”

Magdalena se siente impura, sí, pero más dueña de su destino.


(Paul Delvaux pintó)

lunes, 9 de julio de 2007

Robaiyyat




El hombre se sienta a reposar el vértigo de la jornada. Se lo tiene merecido. Por qué elige El viaje de Sahar, la última composición musical de Anouar Brahem, no lo sabe. El hombre es intuitivo, se deja llevar, una voz de dentro. Un tono melódico y sedente que envuelva en ensoñación el tiempo perdido otro días más. Eso elige. Y sin quererlo, la mano se ha ido también hacia el anaquel desde donde el humanista persa Omar Jayyam le ofrece sus Robaiyyat, esos cuartetos de hace nueve siglos donde el hombre busca el consuelo. Donde se admira, donde vibra, donde descubre que la filosofía lejana sigue siendo necesaria.

Al período en el cual llegamos y partimos
ni se le ve el comienzo ni el fin se le vislumbra;
y no ha nadie que pueda decirnos de verdad
de dónde procedemos ni a dónde partiremos.

Las preguntas eternas cuyas respuestas no busca el hombre. Y menos en los territorios del engaño y de los pensamientos abyectos. Las respuestas son las preguntas. El valor reside en poder enunciarlas. La búsqueda es la comprobación de los hechos. El mundo es antiguo y nada en materia de ambiciones, deseos, soberbias, dominios y desasosiegos ha sido creado por la literatura moderna. Ésta sólo reactualiza las antiguas tradiciones orales y los escritos arcanos, diseñando nuevas formas. Pero todo es tan lejano.

¡Qué falsa es la verdad del mundo, corazón!
¡Cuántas veces te humilla este sufrir sin fin!
Entrégate al destino y soporta el dolor;
por ti avanzo la pluma; no dará marcha atrás.

Si ya Jayyam lo tenía tan claro, si también el persa buscaba redimirse de alguna manera a través de su esfuerzo creativo, si sus versos son pensamiento puro, por qué no tocar él también con la imaginación y el intento una pizca del cielo liberador, se pregunta el hombre agobiado. El persa estaba harto de la gente de su tiempo, le indignaba la aquiescencia en la manera de pensar y acatar de sus coetáneos. Rechazaba la fe entreguista y despersonalizadora de estos. Rizó el rizo de la capacidad crítica hasta extremos escépticos e inconoclastas.

Seguirá mucho tiempo el mundo sin nosotros,
no quedará ninguna señal de que existimos;
si no existíamos antes y todo estaba en orden,
después no existiremos y seguirá igual todo.



El hombre se maravilla de la clarividencia y la energía de Omar Jayyam. Una invitación a la lucidez. El hombre se lo piensa.

domingo, 8 de julio de 2007

El rojo emblema





El rojo emblema...

El Estado cumple. Agradece los servicios prestados. Concede la medalla con distintivo rojo a militares muertos en enfrentamientos o ataques resultado de su presencia en otras zonas del mundo. Siempre me ha chocado este gesto. Y las preguntas ingenuas. ¿Simple pero necesario reconocimiento? ¿Parte del ritual castrense? ¿Traducción económica en la percepción de las viudas? ¿Limpieza de las conciencias por parte del Estado? ¿Consuelo de lo inevitable? Es curiosa esta especie de desafío inútil a la muerte todopoderosa. Puesto que no se ha podido evitar, puesto que no se puede reconocer que todas las guerras son como poco un equívoco, puesto que nada debe ser cuestionado, puesto que hay que salvaguardar la mística y la ideología de la institución, pongamos en marcha un mínimo aliciente post-mortem, parece decirse. Un aliciente poco consistente y bastante contradictorio. Por una parte, porque todo militar, se supone, debe tener claro que desde que elige su profesión hasta donde le lleguen y ejecute las órdenes que reciba tiene que asumir los riesgos de la dedicación. Y por otra parte, porque con esta práctica histórica parece que se comete desmerecimiento y se traza una línea diferenciada y clasista con otros sectores profesionales de la población que también corren sus riesgos día a día.







...Del valor


Y con más víctimas. Las otras. Las que caen de andamios o desde la estructura de sujeción de un escenario, los que se hunde en pozas sépticas, los que se asfixian en la limpieza de tinas de bodegas, los mineros, los que perecen en las tolvas de cementeras, los que chocan en carretera porque llevan trabajando muchas más horas de las permitidas, cuantos perecen por no cumplirse las leyes de seguridad vigente, las víctimas de contratas y subcontratas dudosas, los que asumen tareas ingratas e indeseadas por los indígenas de siempre que ahora se han vuelto nuevos ricos, los que mueren como resultado de enfermedades contraídas en su trabajo, esas de feos nombres tales como abestosis o variedades cancerígenas...Larga relación la de las víctimas de la sociedad civil, que no reciben más medallas -y ni falta que les hace- que los lloros y la indignación de sus familiares y vecinos. No se trata de revindicar distintivos para las víctimas del sobreesfuerzo cotidiano, sino de tomar medidas y corregir a los empresarios desaprensivos, que son más de los que parece. Esa sí que sería una nueva cultura transformadora: la que pasa por cambios de actitudes y por la fiscalización del Estado de Derecho. Pero es de temer que esté resultando una misión imposible.





Qué valor.


El carácter neutro del valor. O el versátil. O el generalizado. O el personal. Se supone que es la capacidad que puede manifestarse en cada individuo ante una situación de riesgo. La disposición natural y refleja de enfrentarse ante situaciones más o menos límite. O simplemente ante la hora de tomar una decisión. Tantos conceptos de valor como tantas actitudes ¿Por qué tiene que ser más el valor del guerrero, que, muchas veces, no pasa de ardor guerrero que el valor anónimo de ciudadanos comunes cuya lucha es por la supervivencia del día a día? Una pregunta para el consuelo. Una pregunta para cada historia, que concluía Bertolt Brecht en su poema Preguntas de un obrero ante un libro.



(Acompañando obras del ruso Kasimir Malevitch)

sábado, 7 de julio de 2007

Homenaje



Las madrugadas, frías. La luz, emergente. El sueño de los niños era rasgado sutilmente por una lejana melodía que bajaba de la ciudad. Parálisis. Los más avisados despertaban a los dormilones. Expectación. Un desperezarse improvisado y revuelto. De pronto la música estaba encima. O debajo, justo al pie de los balcones de la enorme venta. Era la diana, apenas media docena de músicos que desde la plataforma de una camioneta bajaban la cuesta del hospital dando la buena nueva. El anuncio diario de la fiesta. A los niños les sobrecogía. A los adultos les emocionaba. Y una agitación se cebaba en ellos. Algo así como la llegada de los Reyes en pleno julio. La diana se repetía infinitamente. Luego seguiría todo el ritual archiconocido que ha devenido en esto masificado de ahora. Pero la eclosión del día era lo más impactante. De aquel tiempo queda una memoria entrañable y potente que es capaz no sólo de desarrollar escenas, sino de traer sonidos, nerviosismos, gestos, olores y percepciones de distinto calado. De aquel tiempo permanece también la vieja churrería del casco viejo que, independientemente de sus transformaciones técnicas y acaso propietarias, ha servido los desayunos de generaciones urbanas. El añorante no es hombre de iglesia. Y la fiesta de ese pueblo tiene todo de sincretismo pagano y religioso. Rescatar ciertos recuerdos. Homenajear lo que nos aportó y preservarse de las nostalgias tentadoras. Temer morbosamente las acechanzas del maligno demiurgo de la melancolía.

viernes, 6 de julio de 2007

Fusión


Quién busca y quién se deja llevar. Podría decirse que ambos buscan y que ambos se abandonan. Un extraño yinyang, en parte comercio, en parte necesidad. En él prima la entrega. Necesita abrazar a la mujer simplemente para sentirse abrazado. Le resulta fácil. Ella obra mediante una transacción, pero indudablemente es una profesional de altura. Lo hace bien. Él precisa encarnarse en ella. La aproximación es sincera, la ternura manifiesta, la fusión cálida. Ella mantiene el tipo. Está acostumbrada, se crece en el ejercicio, domina la situación. Él se reconforta tratando de soslayar con el abrazo sus soledades más íntimas. La desnudez es muestra de un ofrecimiento auténtico, no una actitud exhibicionista. El hombre necesita ser aceptado, porque en esta aceptación se reconoce, se siente formado, se salva un poco más. Y qué mejor oferta que esa desprovisión íntima que es a su vez la originaria. Más allá del sexo no hay esperanza, parece pensar con su rostro hundido en el cuello de la mujer. Más allá del afecto buscado a cualquier precio no hay redención, decide mientras abraza un cuerpo que podría estar siendo suyo desde siempre. Y por lo tanto no hay reencuentro posible con los orígenes, ni compensación del tiempo desposeído, ni respuesta al ser más dominante, el yo que se lleva dentro. Naturalmente, hay algo patético, pero no es por la imagen, por la situación o por los personajes. El pathos, esa íntima emoción de quien se traslada en la entrega. Esa devoción que emana de las venas. Hay una concesión con la que él se vuelca, aun sabiendo que ella representa solamente, o acaso no. Ella le cría, le soporta, le comprende. A los dos no les interesa si detrás está una mentira efímera. Lo que les vale es que el papel consolador de la mentira funciona. Saben que la verdad no tiene rostro ni nombre ni ocasión. Que es un instante. Que puede estar escondida en la ficción. El crepitar de un fuego que emerge de las entrañas. Y no les preocupa que tal vez todo sean representaciones o maneras de enfrentarse o actitudes salvíficas. Los dos cuentan el tiempo de manera diferente. Acaso no estén tan lejanos en esa posesión pactada. ¿Quién es capaz de medir la urgencia de la propia existencia?

(Sobre una fotografía de Diane Arbus)

miércoles, 4 de julio de 2007

El espejo quebrado



A veces, contemplarse en el espejo no es verse de frente. Es una visión alternada por las fracturas. Donde la recomposición de la imagen es un enigma. Tal vez es más auténtica que la mirada ordinaria. Puesto que se reconoce en la quiebra del que queda reflejado. En la mirada común los personajes se echan un vistazo. Se elevan, se tantean, se reorganizan. Simulan. Luego se trata de reaccionar ante el desajuste y reconstruir una actitud, aunque sea efímera o simplemente teatral. Pero no siempre ponerse ante el espejo es saber verse. No siempre las posiciones lógicas nos muestran tal como somos. Los espejos quebrados, sin embargo, nos remiten a nuestras propias roturas. Ahí sí que acertamos a ver nuestra imagen aproximada. En el ejercicio por sobreponernos, no por ocultarnos. Cómo se deconstruyen las figuras a partir de la contemplación simulada es algo que siempre ha maravillado a los pintores. Y posteriormente a los fotógrafos. Acaso por esa razón el realismo en la figuración pictórica no me apasiona. Salvo que tenga un alma detrás, y entonces es otra cosa.

(Pintura del artista checo Jiri Kolar)

martes, 3 de julio de 2007

Reflex


El crepúsculo debería aclarar los paisajes. Pero los opaca. Va dando la espalda al territorio, una traición tal vez. Los reflejos no son sino emulaciones de los propios reflejos. Dura más el día cuando se contempla en una cristalera. Dura más la vida cuando apenas se advierte el recorrido de perfiles en un espejo. Hay un trasiego de silencios y de olvidos a la hora tibia del atardecer. Cuando callan los pensamientos, ya descuidadas las palabras. Es entonces cuando la mirada se esfuerza en escudriñar un horizonte que desaparece. Se nos ha pasado el día inadvertidamente. Se nos ha caído el tiempo de las manos. Miles de hojas de calendarios baldíos se esparcen tras nuestras renuncias. Y ahora, en esta anochecida melancólica, pretendemos llenarnos de paisaje. Y ahora, en este juego de luces ficticias, queremos una iluminación. Paradojas. Sólo queda una vista muerta.



(La fotografía es de Mona Kuhn)

lunes, 2 de julio de 2007

La última red



(Variaciones XXVI)


Te espanta la visión. La red no es segura. Ni la reconoces. Ni te parece familiar. Ni hay solo una clase. Está la que tú te procuras bajo los pies. No siempre existe, y tus saltos se vuelven más arriesgados. Están también las que caen sobre ti. A veces las sorteas, a veces te inmovilizan. Está además la que simplemente te encuentras por el camino. Es la que te seduce y te entretiene y de la que quieres formar parte, aunque sea tan enigmática como las anteriores. Está, a pesar tuyo, la que se forma inadvertida y sorpresivamente ante tu presencia y a la que no sabes soslayar, acaso ni puedes, tal es la velocidad que adquiere al entretejer tu vida. Naturalmente, hay muchas más, ocultas, indetectables, sin enredarse, acechando, esperando el momento de urdirse en tu entorno. No sabes si el secreto de las redes está en su material, en su textura, en su dimensión, simplemente en su geometría. Tal vez lo esté en su versatilidad. Oportunamente, se trenzan para cada personaje y para cada tiempo. Incluso para cada rol que tú vas adquiriendo y para cada espacialidad que debes cubrir en tu calendario interior. ¿Por qué desquicia tu mirada ese embrión de retícula? ¿Por su fibrosidad, por su organización desigual, por su brillo? ¿Acaso porque pensabas que la última red que te tornó cautiva iba a ser la última? ¿Es la comprobación de que vivimos enredados lo que te desasosiega? Desperézate. Habrá sido una visión. Los últimos filamentos de una pesadilla. Cuando despiertes estarás liberada. Te frotarás los ojos y un suspiro muy lejano emergerá de tu profundidad renovada. Te sentirás otra. Al menos eso creerás, porque la última red que se extenderá sobre ti no la habrás percibido. Es la red invisible, justo la que no quieres observar ni puedes palpar.


(Fotografía de la checa Katarina Brunclikova)