"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





lunes, 29 de mayo de 2017

Bosníaca. Los contrastes de dos ciudades



Cuando Alisa y yo atravesamos zonas de reciente construcción me hace parar. ¿Sabes qué pienso a veces? Que las ciudades son huevos de serpiente. Siempre incubando imágenes nuevas que se comerán a las viejas, las deglutirán al ritmo que marque su fisionomía y que, a su vez, al día siguiente pueden ser pasto de su propia ambición. Letales con su propio veneno incluso para ellas mismas, pero de paso arrasarán lo que pillen por delante. ¿Ves aquel edificio que mantiene la decoración de la metralla?, dice con sarcasmo. Aún no le ha tocado la dinamita inmobiliaria, pero todo llegará. De momento queda bien así para que el viajero de paso compare. Lo nuevo es puro exorcismo. Con la altivez de los edificios que los arquitectos recrean se pretende la purificación de una ciudad que había retrasado su crecimiento hasta el límite. En ellos no se vive. En ellos moran los reptiles que mueven economías y, por lo tanto, manipulan vidas. Nuevas imágenes, sí, nuevas realidades físicas de la ciudad que no hay que confundir con la totalidad de la trama urbana. Las ciudades, amigo mío, y esta menos que ninguna, no tienen garantizada su existencia eterna. No es una novata Alisa en el conocimiento de la geografía de su propio suelo. Tampoco es dada a lamentar las marcas de la crueldad del asedio. Ahora esa vieja casa es como un cromo en un álbum, dice Alisa cuando ve que miro con más atención las antiguas paredes agujereadas que el nuevo templo de los negocios. Pero no quiero mostrarte solamente los cromos de una colección negra, sería injusto. La reconstrucción está siendo imparable, es un buen síntoma siempre que los fantasmas arcaicos y los intereses de entes supremacistas no jueguen con la vuelta a la desgracia. ¿No pretenderás que entremos en el centro comercial por muy nuevo y macro que sea?, suelto alarmado. Los hay por todas partes en Europa y no hay apenas diferencias. El barrio de Marijin Dvor ha prosperado mucho, cierto, pero lo último que me apetece es respirar aire acondicionado. No, y Alisa ríe alargando la vocal. Prefiero que paseemos por la ribera del Miljacka, aunque también te canses de ver cornejas.



(Fotografía de Inés González)


jueves, 25 de mayo de 2017

Bosníaca. Al mejor postor




¿Le interesa algo, señor? Se lo pongo a buen precio, me dice el viejo Kerim, chamarilero de toda la vida. Son recuerdos de los mil y un imperios que pasaron por aquí. Y hace un vuelo con sus brazos a un lado y otro de su puesto de trastos viejos y antigüedades, mostrando el repertorio. Al viejo Kerim le falta la pierna derecha y sin que le pregunte nada lo aclara. Es de antes del asedio, ya venía así de la guerra anterior, cuando era joven. Aquí siempre ha habido guerras, dice. ¿Todos estos objetos? Los he ido recogiendo por aldeas y pequeñas ciudades. Cuando los símbolos caen, como los Estados, como los hombres, ya no interesa a nadie conservar cosas antiguas. Además hubo un tiempo en que comprometían, incluso ahora también, según que insignias o qué fotografías. Esto que tengo aquí ya no. El mariscal desapareció hace tanto y con él prácticamente la memoria. Fue un gran intento pero creo que en el fondo nadie queríamos que prosperase. Solo su autoridad, la moral que venía de la guerra contra los alemanes y la del control del país de países, mantuvo unidos a tantas etnias y regiones. ¿Entendernos? Siempre hay una parte que se siente con supremacía sobre el resto, que ha vivido mejor y está más preparada para dominar a los otros. Kerim baja la voz, no hay nadie alrededor, pero lleva la prudencia a flor de piel. Luego insiste. Porque todo lo que ve usted aquí, de desecho, son símbolos de dominio. Yo no creí nunca en ninguno. Si le soy sincero mi fe estuvo más bien a la contra. Ser invadidos por aquellas bestias de la esvástica que querían comerse el mundo, pillándome aún joven, a mí me resultaba insoportable. Entonces tuve fe contra ellos y participé en echarlos. Lo que pasó después era tratar de acomodarse, salvar la vida cotidiana, y más en mis circunstancias de mutilado. De lo último prefiero no hablar, aún dura la amargura entre los nuestros y, además, no crea, no todos ven con buenos ojos que me dedique a vender a turistas las reliquias de otros tiempos. ¿De verdad que no desea nada? Piénselo, mañana también estaré por aquí. Podemos incluso tomarnos un té. Por hablarle de mi vida no le cobraré. Tengo un tope, ¿sabe? Con la memoria nunca juego. Nunca pongo precio a las alegrías y a los sufrimientos del pasado. Al mirarme fijamente el bueno de Kerim observo que tiene unas arraigadas cataratas en sus ojos. Me parece un tipo noble y entero que no explota su humildad y, probablemente, sus escasos recursos. Puede que vuelva mañana de nuevo, le digo. Que el paso del día sea contigo, me dice. Me sorprende su invocación original. Con razón había dicho que era un hombre a la contra.      



(Fotografía de Inés González)



viernes, 19 de mayo de 2017

Bosníaca. Aquel sabio que dijo que




¿Sabes que la vida se parece bastante a una partida de ajedrez?, dice Alisa cuando en el paseo nos paramos a ver jugar a los jubilados al ajedrez con unas fichas gigantes. ¿O tal vez es al revés?, y pone cara risueña. Allí los hombres hacen de un espacio de la calle un tablero, pacífico, pero no menos enfrentado. La vida es juego, le replico, la metáfora se podría aplicar utilizando toda clase de actividad lúdica. Pero ella quiere decirme algo más. Un escritor sabio de origen sefardita y no era de aquí, no, escribió una vez sobre el saber. Escribió mucho sobre el saber y sus obras eran reflejo de lo que había aprendido y a la vez proyección de lo vivido. Él decía que al saber verdadero no se llega por un camino lineal ni uniforme, sino que está cambiando siempre de forma. Que hay muchas cosas previsibles, pero que no aportan nada, porque ya se distinguen, se ven venir, están hechas. Pero que lo que realmente se nos ofrece nuevo, eso que llamaríamos descubrimiento, o bien conocimiento, llega por saltos laterales, algo así como la posición del caballo en el ajedrez. Por vericuetos inexplorados, por decisiones inesperadas, algo así lo interpreto yo. Me admira la carga crítica de Alisa. ¿Sabes que el ajedrez también se utiliza en las escuelas de los militares y no siempre en el mundo de los políticos?, le digo. Alisa se echa el cabello hacia atrás. No te fíes. Usan el ajedrez más como terapia que como margen de pensamiento. Calcular lo que puede hacer el otro y replicar con opciones tuyas para evitar que el otro avance no siempre da resultado. Siempre estás expuesto a un salto imprevisto. Esta gente juega para sortear la vida en una ficción diferente a aquella realidad en la que echaron un pulso por el que todos perdieron. Bueno, acaso esta ficción de ahora les une de algún modo, o les permite olvidar partidas perdidas, quién sabe, preciso. Alisa se queda pensativa. Luego comenta con ironía: por supuesto el sabio de origen sefardí no tiene por qué tener razón, por mucho que haya sabido de la experiencia propia. Saber y tomar decisiones no van necesariamente de la mano, le digo. Los errores cometidos por los hombres en la historia lo demuestran. Vamos hasta el caravansar de Morica Han y nos sentamos un rato como el otro día, me propone ella. Bascarsija no está lejos. Podemos seguir allí nuestra particular partida.



(Fotografía de Inés González)


 

martes, 16 de mayo de 2017

Bosníaca. No pueden matar a los muertos




Es una paradoja. De la nada no se puede esperar algo. De lo muerto no puede obtenerse vida.  Lo que fue no se rehace. Lo inexistente no habita. El vacío no se ocupa de nuevo por aquello que se poseyó. Entonces, ¿por qué caer en la infamia de enfurecerse con los símbolos de lo extinto? Yo, Jacob, hijo de Sefarad, expulsado de Sefarad, que viví y morí en Sarajevo, no soy nadie para reclamar nada, porque ya no estoy. Ni siquiera me indigno con los viejos odios, las funestas envidias, los enraizados resentimientos, las absurdas violencias. No les bastaron a muchos los destierros, los pogromos, las razias y la shoah que tienen que consolarse con la inútil destrucción de las tumbas en las que el recuerdo de nuestros descendientes nos quisieron homenajear. Va en las religiones el desmedido culto a los muertos en la medida misma como se desarrolla el elevado desprecio a los vivos. Demasiada parafernalia, excesiva hipocresía de imágenes, altiva exaltación de la memoria perdida. No es sólo la muerte biológica la que nos mata, sino la ceguera por dejar de ser ya en vida.  Es más cómodo honrar al que no está que entenderse con el que es tu vecino. Cualquier vivo de cualquier creencia o visión del mundo tiene sin resolver la cuestión de la muerte. Algo que cuesta aceptar pero que hay que asumir. Si alguna lección debiera extraerse del acontecimiento de la muerte debería ser el entendimiento entre los vivos. No podemos resolver la muerte porque, además de un hecho, es una necesidad. Deberíamos corregir las dificultades de la convivencia, pero hacemos de ella una verdadera tumba viviente donde todos acabamos sepultados por el enfrentamiento. Yo, Jacob, que fui y tampoco entendí, debería haber sacado antes conclusiones de la limitación de la existencia. Ahora que no hay tal Jacob, de poco sirve a nadie, a mí menos, advertir con una voz que no va a ser escuchada. Llamar miserables a los histriones ebrios que destruyen símbolos es inútil. Lo harán tantas veces como puedan. Pero no pueden matar a los muertos. Yo, Jacob, que tantos relatos escuché de mis antepasados acerca de la violencia cometida, no únicamente contra nosotros, sino contra cualquiera que se opusiese a una dominación, o simplemente deseara vivir a su aire, apenas me queda una brizna de queja. La violencia siempre es frustración para quien la practica. La tierra es leve para todos y no entiende de contendientes, fes, ideologías, intereses de mercado ni imposiciones oportunistas. La tierra también morirá. La vida es el verdadero campo fértil en posibilidades. La auténtica profanación es renegar de ella.



(Fotografía de Inés González)




sábado, 13 de mayo de 2017

Bosníaca. Aquellos judíos llegados de lejos




Cuando visito en cualquier localidad por la que paso su cementerio me embarga siempre una tensión emotiva. Nada que ver con cuentos terroríficos ni leyendas del pasado que aún se repiten entre los habitantes de las ciudades. Me excita la idea de que voy a ver la otra cara de las poblaciones. Donde los símbolos, la estética de las tumbas y el cuidado general del lugar hablan con sus estereotipos, pero también con sus sinceridades. Es el propio terreno lo que me transmite un estremecimiento, en absoluto temeroso, a medida que me acerco. Es el destino que ha adquirido aquella parte de la montaña o del llano, próximo o apartado, para ser mansiones de los muertos, como denominaban las culturas más ancestrales a este tipo de lugares, lo que me conmueve. Un destino que puede durar siglos, al menos mientras la actual civilización no desaparezca. Es mi capacidad para rememorar la historia, con los escasos datos de que dispongo, pero que me gusta proyectar en mi imaginación. Te sorprenderá Jevrejsko groblije, me dijo Alisa. Tengo trabajo y no te podré acompañar, pero verás algo diferente. Son muertos con lejanas y antiguas raíces. En el cementerio judío también verás formas de vida del pasado y, sobre todo, las relaciones entre vecinos, por ejemplo. Porque un cementerio, sea civil o esté mediatizado todavía por una confesión religiosa, es el ámbito donde también se manifiestan las diferencias de clase o los oficios o las procedencias de cada cual. También el papel integrado o marginal de unos y otros. La riqueza o la pobreza, en definitiva, tienen sus señas de identidad en la propia arquitectura de los sepulcros. Tienes un buen paseo hasta la zona de Kovacici-Debelo, donde está el cementerio. Pero verás lo que seguramente no ha sido frecuente en tus viajes. Nombres y epitafios en una lengua ajena a la nuestra. También muy vieja, tanto que incluso los actuales pobladores de la remota tierra también la han modificado. En el cementerio judío están enterradas familias que vinieron hace siglos a Sarajevo, expulsados de un país del extremo occidental del continente, donde otra religión dominaba el Estado y entre aquella fe y su brazo político decidieron que no había lugar para una parte de la sociedad que había vivido durante siglos en aquel territorio. ¿Sabes cómo llamo a los muertos? dice Alisa. Los habitantes del subsuelo. Si quieres, piensa en el título de la novela de Dostoievski, no porque tenga que ver, sino por asociación de ideas, porque aquella gente, aunque fuera emprendedora y muchos generaran riquezas, tuvieron épocas en que fueron mal vistas y peor consideradas. Ah, le digo a la joven, ¿me estás hablando de los judíos expulsados de una patria que ellos denominaban Sefarad? Lo más curioso. me replica ella, es que conservaran su lengua por toda la zona de los Balcanes por donde se refugiaron, entre otros países. ¿No es asombroso el poder de una lengua? ¿No es sorprendente que se mantuviera como seña de identidad incluso en los siglos posteriores a su diáspora? ¿Pensarían que no podía perderse aquel habla de su anterior y legítima patria, por si llegaba la ocasión de retornar a ella?



(Fotografía de Inés González)



martes, 9 de mayo de 2017

Bosníaca. Las advertencias de Benjamin




¿Sabes lo que decía Benjamin de los sueños?, dice Alisa mientras se pide una cerveza Sarajevska bien fría. Me encojo de hombros. ¿Es que has leído a Walter Benjamin?, le pregunto, intrigado más por el hecho de que lo cite que por las ideas del filósofo. ¿Será otra de sus apariencias con las que pretende sorprenderme? Algo he leído, sí, pensamientos reunidos en una antología. Me envió un libro mi antiguo amante que ahora está en Alemania. Trabaja en un hotel en Karlsruhe. Pero eso está muy lejos, le digo por ver si la pillo en una de sus invenciones fantasiosas. Bueno, dice Alisa, mi amigo llegó allí dando tumbos, y luego se esforzó mucho en buscar trabajos y en aprender lo que pudiera. Siempre dijo que quería estar en el corazón de la Europa más rica, no solo la de más posibilidades laborales, sino la que le proporcionara saberes que antes no había tenido. Su capacidad para los idiomas le permite además disponer con frecuencia de algún trabajo y, sobre todo, abrir contactos. Sin abandonar sus lecturas, porque él dice, fíjate, que si no lee no es feliz. Para él la felicidad es la ausencia de vacío. Dice que allí está descubriendo autores y pensamientos de los que no había oído hablar cuando vivía en nuestra ciudad. ¿Y no quiere volver? le inquiero. Nadie de los jóvenes que han podido ir a otros países desea volver, algunos prefieren el riesgo a cambio de la experiencia y de cierta formación que de momento aquí les está vedada, aclara Alisa. Pero yo no quería hablarte de esto, sino de algo que leído de Benjamin y me ha llamado la atención, porque me he sentido identificada. Walter Benjamin dice que no conviene al levantarse por la mañana contar el sueño que se haya tenido esa noche. Que uno permanece preso de lo soñado durante un buen rato, aunque se asee y se prepare para las tareas del día. Muchos no hablamos nada con nuestra familia e incluso nos vamos de casa sin decir ni mú o sin haber desayunado siquiera. Tan fuerte es el lazo que todavía ata el sueño y el despertar que no creemos que seamos independientes o bien tampoco queremos serlo, y solo pensar en las actividades que nos esperan nos pone de mal  humor, por mucho que racionalicemos la jornada que nos queda por delante. Así que hay veces, hoy por ejemplo, en que una no quiere, yo no he querido, hacer nada que rompiera el hilo con el sueño. He estado buena parte del día bajo el efecto de lo soñado, y llevo toda la mañana en ayunas. ¿No me irás a decir que yo formaba parte de ese sueño?, he dicho por capricho y para ponerla a prueba. Alisa me mira, absorbe despacio la espuma de su piva y me responde: ¿siempre eres así de engreído? 




(Fotografía de Inés González)



domingo, 7 de mayo de 2017

Cuánto mundo en el café de Rick




¿Pensaba en ese momento Ilsa Lund en Francia? ¿Le revolvía las entrañas el himno entonado por los oficiales nazis? ¿Se estremecía con La Marsellesa? ¿Sentía pánico por la situación? ¿Quebraba ante la disyuntiva entre el valor político de un hombre y el amor pasional redivivo del otro? ¿Se sorprendía emocionada por la actitud de su marido Victor Laszlo? ¿Se debatía por el amor reverdecido del antiguo amante Rick? ¿E Yvonne? ¿Conjuraba Yvonne los despechos sufridos entregándose a la causa con su voz? ¿Vaciaba su rabia delegando en el símbolo? ¿Qué pensaría Sam, el pìanista, de todo aquello? ¿No tenía ya duda el prefecto de policía Louis Renault de que le quedaba también a él París? ¿Y Rick? ¿Era tan dura la máscara de Rick? ¿Qué fue de Rick? 

Cuánto mundo podía estar girando mientras tenía lugar el pulso entre canciones patrióticas. Cuánta angustia contenida a la vez que se evocaba la patria sometida con una canción. Y es que la vida siempre siempre es más que un himno. Y mucho más que una patria. Cuánta expresividad en la tensión de una mujer, tratada con exquisita y discreta precisión, como la que Ilsa comunica cuando su marido canta y dirige a la banda interpretando La Marsellesa. ¿Le ama y le admira? ¿Sólo le admira? ¿Le basta aquella valerosa actitud de su esposo? ¿Se está jugando en ese momento la elección? ¿O acaso la resignación? ¿A qué voz interior está escuchando Ilsa en ese instante, que tanto le desasosiega? No sabría responder, pero el rostro que pone Ilsa Lund, que parece estar y no estar allí en ese momento, el sofoco que expresa su pecho y la leve sonrisa que acaba emitiendo -¿qué está a punto de decir al entreabrir los labios?- son magistrales. De lo más emocionante que he contemplado nunca en cine. 






sábado, 6 de mayo de 2017

Desde la Torre




Greenpeace reivindica una exigencia que a estas alturas debería ser tan obvia e innegable que no habría que reclamar con una pancarta de tamaño descomunal. Un lema que siempre se ha cumplido limitadamente, a medias y con selección, cuando no se ha incumplido de manera manifiesta, pero que no deja de estar en vigor. Porque es una aspiración civil, humana, real. Aunque lograrlo parezca fantasioso. Por supuesto que algunos se empeñan en vaciarla de contenido cada día. En vísperas electorales mucho más y con descaro, por parte del extremo negro y de los falsos progres oportunistas. El mensaje de Greenpeace es muy claro y probablemente haga pensar y decidir a los franceses qué es lo prioritario cuando se está al borde de un precipicio político. Homenajeo a Greenpeace, por su oportunidad sentida. Homenajeo a unos principios que de los Pirineos para abajo nunca calaron demasiado. Homenajeo al libre y constante ejercicio de pensamiento que permita evolucionar el estado de cosas para hacer efectivo, allí, aquí y en cualquier parte cada concepto que hay tras cada palabra de la pancarta. Ya, soy un iluso. Pero como dice la organización ecologista en un rinconcito del letrero: hay que resistir.


martes, 2 de mayo de 2017

Bosníaca. El patio del árbol




Es amable el patio donde me ha vuelto a citar Alisa. He llegado sobrado de tiempo. Traer un libro a un lugar como éste puede ser provechoso si se viene con frecuencia. Lo abro discretamente, nadie mira lo que hago, el silencio es una invitación a la lectura pero también a la fuga de mis pensamientos. Sin embargo, leo dos líneas y mi mirada se tuerce del texto y se dirige al árbol. No sé qué tiene de eje que sin ser arquitectura ¿o acaso lo es? parece que todo estuviera estructurado en torno a él. Vuelvo al libro y apenas avanzo una página se me antoja recorrer con la vista esa especie de claustro superior que me recuerdan otros ámbitos cerrados que he conocido en países occidentales. Apenas corre aire, la gente habla en sordina u hojea un periódico. Se diría que este espacio es antiguo, que no ha conocido nunca discordias, que se ha mantenido en pie porque el árbol lo ha querido así. El árbol...¿no fue junto con el abrigo o la cueva uno de los primeros techos circunstanciales del hombre? ¿No fue lo nutriente junto a lo que crecía salvaje en el sotobosque? ¿No fue posteriormente la materia prima sobre la que el hombre ejecutó su depredación más o menos masiva para inventar la casa propiamente dicha? Mientras me apoltrono en uno de los sillones cómodos no dejo de pensar en el árbol, homenajeo al árbol. Aunque sea joven lo admiro, aunque sea frágil le rindo culto. Alisa llega sin apresuramiento y parece rozar la distracción de mis pensamientos. ¿Te gusta nuestro árbol? No sé por qué dice nuestro árbol. ¿Es autóctono?, estoy por preguntar. Pero prefiero mantener el misterio sobre la existencia de esta fronda menuda en medio del patio. Como si fuera una columna que sostuviera las fuerzas del aire. Como si trajera una imagen anterior al edificio, a la fundación de la ciudad, a la capacidad del hombre de levantar sus propias recreaciones. Una vez escribí un poema sobre este árbol, dice Alisa. Otro día te lo mostraré. Es una especie que llegó con una de esas culturas que se han asentado desde siglos en esta tierra. Pero no pienses que el poema sobre un árbol es algo bucólico y mucho menos épico. Entonces ¿qué es?, le comento. De un árbol se saca vida y se obtiene muerte, o al menos recursos que tocan ambos extremos, responde sin matizar más. Me quedo confundido y barajando opciones que lo interpreten, pero ella no está por proseguir lo que ha debido ser una vulgar boutade. ¿O me oculta algo?   



(Fotografía de Inés González)


lunes, 1 de mayo de 2017

Sugerencia





Desmitificad las fechas
y apropiaros de los días
pues no son vuestros.

Antes de que el hombre
ese innumerable y antiguo hacedor
desaparezca

a manos de su obra.



(Ilustración de Yslaire para Sambre)